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Imbecilidad

Los enamorados tienen claros propósitos:
analizar la aurora, identificar el suspiro
y el canto de los rosales medio marchitos.
Unen su incapacidad de sentir el frío,
a pesar de que la muerte los cite un verano.
 
Los amantes salen por la puerta trasera,
de sus propios escombros y aparecen
entre los brazos del otro, hasta aburrirse
esperan que pase el holocausto solitario
y extrañan la vida sin nadie, de locura a flote.
 
La falta de memoria, se agudiza en adioces,
y cansado de tanta apatía cursi y enmielada,
se dibujan su rostro en el mar de las pérdidas.
 
Depositan sus restos en olvidos mutuos,
hasta que la soledad de nuevo los fermente.
 
Las vigilias, los insomnios, las fotografías,
las garrapatas del gato, son inútiles naufragios
de argumentos cursis y palabras sobrantes
y se dicen felices, como perros abandonados
en un escaparate de croquetas coloridas,
preparando el alma, al hastío y el método
de ser menos imbéciles, una vez que soporten
las duras tormentas, que crea la falacia.
 
Llegan tarde a la cordura, se bebieron el agua
y entre ecos y murmullos de una tarde sexosa,
se asoman por los bordes de su alma podrida
en el temblor de sus manos, secas y vacías.
 
María Cayo.

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