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Tánger

En el Zoco Chico, plaza de la Medicina de Tánger, Roland Barthes reconoció el «lugar de la escritura». ¿Cuáles son las coordenadas de ese sitio?

España, allí, se ve «desde abajo», como un norte, a la vez utópico y cercano. Se ve desde un exterior, desde lo que ha sido rechazado, expulsado; lo que lleva aún, imborrable, la marca y arqueología de ese desprendimiento: atravesar esos arabescos—en el sentido más literal del término—, recorrer ese borde no es más que releer, a partir del sitio de lo reprimido y de la censura, un estado inicial de lo español; pero al revés, a contracorriente, desde la noche de su contrario. Una España «traicionada», como la que representa Juan Goytisolo en Don Julián; una España circunscrita en un curioso espejo fonético: el objeto de esa circunscripción no es otro que el objeto de la circuncisión.

Estereofonía del Zoco Chico: el suelo está inclinado; la plaza, a la escucha de dos ciudades. Voces que se anulan bajo la voz, siempre presente, de Oum Kalsoum. Las chilabas se reflejan en las piedras lisas, después de la lluvia. Comienzan a cantar las suras los pequeños sopranos de la escuela coránica. Las cucharitas entre las hojas de albahaca, en los vasos de té caliente y dulzón. Otras lenguas, pero habladas con una voz ronca, de montañés o de andaluz; un castellano tan etéreo que boca se dice oreja y oreja nariz...

Toda una estereografía de afiches lacerados reviste la plaza. Con los restos de tipografía latina se mezclan los caracteres árabes aún chorreantes, que en la noche alguien ha trazado con alquitrán. Rayas, franjas anchas y móviles, como en las chilabas de lino; figuras rayadas: por el techo de mimbre de una callejuela cubierta filtra la luz. índigo: sobre la arena, paralelos, brillan en el mediodía los rectángulos deshilachados de los tapices. Anaranjado: el plafón de un bar representa un cielo estrellado y girante, con bruscas auroras. Lámparas de cobre empañado, en cuyo vaivén se mezclan estratos de humo, volutas verdes, de manta, jengibre, aliento de hasch y de ron.

En el cementerio merinida, la sombra de los conos, que envuelven bandas cúficas, se alarga con el día sobre las rugosas lápidas; su reverso es un manchón azafranado que se desplaza sobre el suelo de azulejos, en casa de Manolo. Una tableta de palma se desliza y obtura el linternón de cristales cuarteados, amarillos. Cuando se abre aparecen en la sala de espera un instante los rostros, el traje ríspido de los soldados, la llama que enciende un cigarro.

Polígonos estrellados. Parpadea, bordeando las cúpulas de yeso, un neón. Mihrab de baquelita. Mucharabíes de poliéster.

«Drague» y droga: las fachadas que rodean la plaza, en el fresco de la sombra, parecen perforadas, agujereadas por alveolos; algunos son breves, fondas o cafés, otros se hunden en un laberinto de corredores obscuros, de pasillos color mostaza y habitaciones que huelen a almidón. «Doraduras y fieltro bermellón. Un bar rococó ante un muro de conchas marinas rosadas. El aire está saturado de un olor repugnante y maléfico de miel rancia. Los invitados, en traje de etiqueta, beben digestivos con tubillos de alabastro. Un Mugwump se reposa desnudo en un taburete tapizado de seda rosada; con una lengua negra y alargada lame un fondo de miel tibia en una copa de cristal. Sus partes genitales son de un dibujo exquisito: el sexo bien circuncidado, el pelo negro y brillante. El Mugwump empuja a un adolescente esbelto y rubio sobre un sofá y con una mano experta lo va desvistiendo. Descorre una cortina de seda y descubre un cadalso de madera en medio de una plataforma de baldosas aztecas, delante de una pantalla luminosa de cuarzo rojo... Yo vivía, por entonces en un cuchitril del barrio indígena de Tánger. Los amigos españoles me apodaban “El Hombre Invisible”». Willian Burroughs, El festín desnudo, Tánger, 1959.

1987

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