Es menester que en la despensa
o mejor en el rincón de la menuda casa
que llamas en secreto la despensa
almacenes agua de tempestad
por si asomase el enemigo primordial
con sus armas afiladas y su boca pendenciera.
Agua de lluvia caída a inicios del estío
sirve para lavar la cara y las manos de los hijos,
para la perfección del sexo
y tal vez apaciguar
la boca que se hunde
en el sexo palpitante.
El agua que procede del granizo
o incluso de la escarcha del refrigerador
habrá de refrescar
los episodios nacionales más ardientes
los sangrientos, incluso los más desatinados.
Podrías nombrarla si gustas
agua del hielo y del deshielo.
El agua que resbala de las estalactitas
y que habrás de recoger en el hueco de la mano
será remedio para curarlo todo
hasta la vieja herida de hacha
propinada por alguien
antes o después de la hora del amor.
No me gusta recordar con demasiada precisión.
No lo aconsejo a nadie.