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El sentimiento de orfandad

Renuncio a la fiesta y al sueño, y me brota la vida hacia adentro.
Los seres que soy pacen sin prisa sobre la yerba de las horas.
 
¡Y el alma, que no existe!
 
Algo de mí tiene nombre de mujer.
Alguien conmigo recobra su ligereza
y se vuelve pastorcilla
que reinventa el significado
de las cosas pequeñas.
 
¡Y el alma, que no existe!
 
(Cosas pequeñas que dan sentido a las horas:
 
1. El inesperado crujido de la caoba
2. El goteo telegráfico en el lavadero
3. El ronroneo del refrigerador
4. El búcaro de vidrio y su pasmosa longevidad
5. El chifonier en sí)
 
Un tejido de luz y sombra sobre la cremosa pared del dormitorio reza misterioso
mientras el alma –que no existe– intenta descifrar
la gramática
de la noche.
 
Paseo por el evangelio de San Juan, y en su delgada arena
miro a Schönberg,
que flota como velo apaciguador sobre la violencia de Jesús.
 
Mi padre duerme en su largo silencio.
Llueve (no mi padre, la lluvia –o es mi padre
quien hace llover).
 
Puedo entonces mitigar el ansia de vida
con los versículos del Hijo del Trueno
y con la dulzura
de La Noche Transfigurada.
 
¡Y el alma, que no existe!

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