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Quietud

La crudeza del cronómetro temporiza
la sonrisa de la sobrecogida mariposa,
que arrebatada de su lecho de espacio
concuerda un nudo de color
contra la áspera sombra que difama,
el movimiento de las tormentas de nieve,
de las acrobacias en la piscina, del abuelo,
en pie, arrodillado, se oxidan los pies
de caminar descalzo por estas callejas de
quebradiza estrechez, el sol no calienta,
sus rayos de calor no fulminan la espesura
de la magnitud domiciliada en la vara de
algún insulso mago, todos los instintos
dispersos, ríos que nunca anegan
los secos campos necesitados del canto
de los pájaros.
 
Es lo que siempre nos llevamos a la boca,
los somníferos para conseguir dormir,
tapar las grietas de la convicción
con jabonosas y resbaladizas peripecias cirquenses,
cambiar el llanto por la mueca absurda
de una risa fácil en donde no se debiera caer,
no es exultar las lágrimas ni denostar
la felicidad, es estar excesivamente quieto,
restringido al compañerismo con el vuelo
de las águilas.
 
La humanidad en su transcurso ha respetado
la enfermedad y la muerte,
un respeto denigrante, de degradación
sintética para el héroe que apuesta
por implicarse en la consecuencia inherente
a toda existencia, absurdo centralizarse
en comer, dormir, cagar, llorar, reír
cuando el quietismo aturde cada acción,
cada aletargado inmovimiento de
la acción, en el empañado espejo donde
te contemplas tras una ducha de insectos.
 
Es pues el momento de abandonar las muletas,
caminar sin bastón, brincar, gritar,
desentumecer esos huesos cerebrales
con el arraigo al movimiento y este no es
un viento que lo mueve todo, que todo
lo mezcla, eso es quietud, moverse
es una solución estéril porque nada intenta
gobernar, lleva consigo todos los placeres
y displaceres, todos los opuestos sin lucha,
sin ruido como quien se cuida del arrastre
de las olas de un mar furioso,
he de fecundar lo infecundable, así
que estaré dispuesto a adoptar la criatura
maloliente, puerca, babosa que soy
y seré al proponerme, seguro, cierto,
equilibrado.
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