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En el museo Whitney

(En una retrospectiva de Ed Kienholz)
Vertiginoso,
el paisaje es apenas
otra nostalgia
que inicia la mañana.
He llegado con la muchedumbre
Naúfraga
de innumerables ojos,
de bocas innumerables.
Inicio, sin saberlo,
el viaje a una pesadilla.
hay algo en el aire del museo
que en alguna forma
le roba el orden y la asepsia…
La intención secreta,
la amenaza tal vez,
que se oculta indescifrable
y sólo es un presagio a mi memoria.
Se dispersa la muchedumbre
y algo incierto se resquebraja,
se desgarra,
un velo de neblina
que no pertenece a este tiempo,
ni a este espacio,
irreversiblemente sombrío.
Hay como un ave
que picotea incesante,
inclemente,
con su pico pertinaz
para abrir la herida.
Los pececitos negros he visto
atravesar nadando
los ojos sin luz del loco.
La sala de una anciana
con su pájaro disecado en una jaula
y sus recuerdos, he visto.
Los jóvenes izando
su bandera en Vietnam
también he vito.
Y la sala del burdel
con una puta
sobre una máquina de coser,
atada,
como lo está a su oficio.
La muchedumbre se ha ido
o ya no existe…
De la mano de Kienholz subo al otro piso.
Encaramado en una silla
frente a un espejo
veo de espaldas a un hombre
cerdo hirsuto.
No lo cuentes
le ha dicho a la niña
amarrada a una pata
de la misma silla.
La niña está triste
y rota.
No lo cuentes…
El hombre era un cerdo, sí.

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