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¡Para!

Demasiados estímulos.
Estamos sobreestimulados.
No deja de entrar color por mi retina,
y mis oídos están gritando que todos se callen.
 
Estímulos externos que no paran de llegar.
Súmale el famoso “overthinking”
de nunca dejar de pensar.
Ahí lo tienes, un mar de agobio
y un estrés con patas.
Por favor, parad.
 
Salgo por la puerta imaginándome
el día que vendrá.
Qué tengo que hacer, cómo, en cuánto tiempo, cuándo saldré.
En el trabajo sigo pensando.
En lo que hice.
Y en lo que haré después, mañana e
incluso dentro de un mes.
Esto va a estallar.
 
Vuelvo a casa caminando.
Buscando una fuga para liberar mis pensamientos.
Que se vayan, que me dejen en paz.
Pero se atornillan en mi cabeza e
insensata vuelvo a pensar,
dándole una vuelta de tuerca más.
 
En casa me descalzo. Me pongo cómoda.
Pero más cómodos se ponen ellos.
Mis pensamientos.
Saben cómo llamar a la puerta para poder entrar.
Me tienen bien atada,
solo necesitan tirar un poco del hilo y ahí están.
 
Y runrún, y runrún, y runrún.
¿Es que esto no se va a acabar?
 
Ni siquiera sé qué estoy pensando,
simplemente sé qué no puedo dejar de hacerlo.
Siento que si lo hago perderé el hilo de lo que hago,
me sentiré vaga por no pensar en el trabajo,
y angustiada por creer que no tengo validez.
 
Estoy tanto tiempo pensando en el trabajo,
que cuando lo hago se me olvida
qué estoy haciendo.
Necesito parar. Dejar de masticar.
Y escupir de vez en cuando todo
lo que ya llevo tiempo rumiando.
 
Necesito un horario mental.
Con alarma de ¡a trabajar!
Y que a las ocho horas diga ¡a descansar!
 
Y sé que lo necesito.
Sé que es lo mejor.
Lo sé porque cuando en contadas veces lo he hecho.
Todo, todo, ha ido mejor.
 
Más ligera. Más rápida.
Más feliz. Más en paz.
 
Date un respiro cada día.
Porque “quien no se ahoga es un bruto.
Bruto mató a César.
César vivió en Roma.
Roma está en Italia.
Italia está en Europa.
Europa está en el mundo,
y ¡el mundo es redondo como una pelota!”

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