I
Isla acariciada a dos manos
por mar antiguo,
añejo,
de cosechas anteriores a Cristo.
Olas que son música y poesía,
versificadas por el firmamento,
preludios que le pisan los talones
a sus fugas,
voces en clave de agua,
solos de lira
con cuerdas bocales.
Tierra que,
en cámara lentísima,
huye perpetuamente
el puntapié amenazante
del destino.
Acantilados que azotan
furiosos hexámetros y trocaicos
de suspirantes sílabas
cabalgados por las espumas
el verso blanco.
isla rica en valles, cordilleras,
florestas, templos, moluscos
(semen arrojado
por los éxtasis del mar)
y pactos con el cielo
que atestiguan, eflmeras, las nubes
y rubrican a su paso
parvadas de gaviotas.
II
En días antiquísimos,
los griegos embarcaron
sus navíos ligeros, sus naos y trirremes,
sus espadas, sus escudos,
sus ojos incendiados de horizonte a la busca de miradas
inéditas, 109
sus creencias y costumbres,
su olimpo (comarca de palabras mayores
donde Cronos fue excluido por el Hado
de sus sucios negocios con lo efímero);
sus arpas eólicas,
sus cítaras,
sus coros de cisnes moribundos,
sus flautas de jilgueros disecados
que enhebraban la música de fondo
de donde emergían
las nueve maneras en que los humanos,
en su parnaso anímico,
se acercan, sedientos, a la belleza;
también trajeron consigo la alcándara
de palabras huidizas,
símiles,
epítetos,
metáforas que son los cromosomas
del milagro,
materia prima con que trabajaron Hornero,
Hesíodo, Píndaro, Anacreonte,
y supieron ahogar entre los brazos
los límites, olorosos a muerte,
del espacio y el tiempo.
Y al arribar a las playas de Sicilia
descendieron con todo y cargamento,
desembarcaron parte de su historia
y un pedazo de su patria.
Lo bajaron todo
—sin excluir la lluvia, los crepúsculos o el olor de su
Grecia—
hasta hacer de esta isla
una de las provincias más prósperas del espíritu
y un espacio celeste
donde el águila de Zeus,
que reunía en sus ojos toda la isla, gritaba,
con ademanes de aire,
lo que son sus alas...