Flámulas del viento, divinas palabras he oído,
cual vago rumor sin sentido,
que rasgan el aire y se confunden
en la tenebrosa noche del olvido...
El pabilo, trémulo arcángel de la penumbra,
se obstinaba en danzar sobre la mesa,
su luz cadavérica, agonizante,
tatuaba sombras pálidas en los muros de mi desolación.
No se extingue mi mundo, musité,
No es éste el fin, no es ésta la muerte...
Y entonces los montes se alzaron como titanes ebrios,
las ciudades temblaron cual ancianas en su lecho final,
mientras el viento, herido de nostalgia,
se filtraba gélido por las grietas de mi alma,
ventanas rotas que aullaban tu nombre.
Una penumbra muda, espesa como alquitrán,
ahogaba el horizonte...
Era la Ausencia, sí, la aterradora,
la que devora ecos y reduce los sueños a polvo.
Un río tempestuoso, torvo y sin clemencia,
me arrastraba al abismo de su cauce tenebroso,
y mi llanto, más frío que la luna de diciembre,
caía en silencio por saberte lejos.
Pero no, no se quebró el hilo de plata,
no se apagó la lámpara del tiempo.
Cuando mil mundos perecieron, fulgurantes,
y la tarde se desangraba en sombras,
yo seguí vivo, atado al sortilegio de tu aliento.
Tus ojos—dos astros en mi noche—
clavados en los míos,
me salvaron del frío, de la ausencia,
de la herida que nunca cicatriza...
Y aunque sangro, no muero.
Aunque el viento aúlle, yo persisto,
porque en el pabilo vacilante
ardió, y arde aún,
la inextinguible llama de tu memoria.