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El Padrecito de los Pueblos

Sobre la muerte de Stalin.

Tenía el brazo izquierdo algo más corto que el derecho
y los dedos del pie izquierdo pegados entre sí,
como pie de pato, pingüino o de gaviota.
Pero su destino no era el de nadar,
sino el de reducir a los humanos a la nada.
Su padre, un pobre zapatero,
borracho y cruel,
les daba brutales palizas a él y a su madre,
les golpeaba con su propia infelicidad
hasta matar en él la frágil flor de la inocencia.
Así fue cómo en el lugar del corazón
le quedó un insaciable agujero negro.
Pero nadie lo vio llorar.
 
Odiaba tanto la autoridad que decidió ejercerla
con la misma crueldad con que la sufrió.
Estudió en un seminario en un idioma diferente
al que había aprendido de labios de su madre.
Sus profesores se burlaban de él,
pues tenía, según ellos, acento de extranjero.
Sus compañeros no eran hijos de un zapatero borracho,
como él,
sino de influyentes sacerdotes,
ricos funcionarios y acaudalados comerciantes.
Las víboras, entonces, hicieron nido en su corazón.
Pero los héroes no lloran,
sólo guardan sus heridas
en el debe y el haber de su memoria
esperando el día de la ira.
 
Su madre soñaba con que fuera sacerdote.
Él soñaba con un sacerdocio ateo y justiciero:
combatir la desdicha del proletario,
combatir la miseria, combatir la injusticia,
combatir toda explotación del hombre por el hombre
y eliminar a Dios, la causa de todo esto.
Combatir y eliminar eran sus verbos.
Se veía a sí mismo humano y entrañable.
Él sería el Padrecito de los Pueblos,
el dios amoroso de los pobres,
el héroe de la patria,
el redentor de los obreros.
 
Los más ciegos le creyeron,
otros se dejaron engañar por conveniencia
y la inmensa mayoría tuvo miedo.
Duro como el acero,
terco como el martillo,
con mente de frío hielo,
descubrió un nuevo sentimiento:
el odio redentor
que le daría el poder total
y lo libraría, por fin,
de su insoportable soledad.
 
No fue original, ¿cómo iba a serlo?,
pero a falta de ideas propias adoptó las de otro:
un alemán que creyó descubrir la herramienta
para redimir a los obreros que más tarde,
y en nombre de sí mismos,
serían masacrados por sus propios redentores.
¡Ah, la historia, siempre la misma historia!
 
Endiosado, se enamoró de sí mismo,
contemplando su propia imagen reflejada
en el río de la sangre derramada
en nombre de su ideal de un paraíso de hierro.
¡Ah, los ideales, el tabaco de los pobres!
 
Él era todopoderoso pues había descubierto
el manejo exacto del terror.
Para empezar mató de una hambruna calculada
a varios millones de ucranianos.
Los supervivientes tenían que apartarse
para no pisar los cadáveres del hambre
que alfombraban las calles y los campos.
Pisar el cadáver de un hermano
atrae la propia muerte.
 
No se enamoró de ninguna mujer,
sino de la industria pesada del acero.
El acero, que yo sepa, no tiene sentimientos.
Acero era su palabra preferida.
Con ella encubrió su propio nombre.
 
Hombre de Acero,
no evitó la ejecución de su propio hijo.
Hombre de Acero,
no asistió al funeral de su madre que además de parirlo,
se atrevió a soñarlo sacerdote.
Su Misa del Terror causó millones de muertos,
pero él murió solo como un perro.
Una mañana, apareció tirado en el suelo.
Llevaba puestos el pantalón del pijama y una camiseta.
Se había orinado encima. Su cuerpo estaba frío.
Murió sin saber que su enemigo estaba dentro.
 
El niño sin padre quiso ser
el Padrecito de los Pueblos.

Sobre la muerte de Stalin.
Libro: Mi cama es una balsa a la deriva
Autor: Juan Julio Alfaya Fernández
Registrado en el Registro de la Propiedad
Intelectual de la Xunta de Galicia.

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