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Arcos de Luna

Allí parada en medio de la nada, donde todo parecía fluir
a velocidades vertiginosas como en el triller de una película,
donde la heroína era raptada por unos facinerosos
y después rescatada por un vagabundo que fungía ser heroé,
se sentía sucia por la vida miserable de puta que había escogido.

 
Vestía prendas transparente,
dejando ver las aureola de sus pezones
y su goloso triángulo de vida.
 
Parada en la vereda de la calle
recostada a las rejas de un gran ventanal
sin importar a quien fuera sonreía
y guiñaba su ojo más coqueto.
 
Buscaba clientes al azar
en medio de la tarde calurosa.
Ellos iban y venían como paseando;
de reojo miraban la mercancia
expuesta en el mercado del placer.
 
El tiempo se había ensañado
en su libidinoso y grácil cuerpo
que alguna vez tuvo medidas de
sesenta, noventa, sesenta.
 
El meridiano de sus días
los estrujaba en los meses de calendarios,
donde se acumulaban años, décadas,
sin que la brújula del tiempo sonría.
 
A veces se enamoraba de los colores
del arcoíris y jugaba con sus arcos de luna
como cuando era niña y remedaba ser maestra
enseñando el abecedario a gritos de pulmón.
 
Soñaba ver voltear a los girasoles
tras la luz violeta de las incandescencias del sol
y recoger las piedras planas para chanflearlas
en las mareas y ver hasta donde llegaban saltando.
 
Eran cosas de niña decía su abuela.
Eso fue hasta que el amargo ajenjo
devoró su jardín y probó su elixer;
sus flores pequeñas alcanzaron sus labios.
 
No tenía idea desde cuando estaba allí
sus ojos eran esbirros de las fulgurantes noches.
Seguramente fue desde muchos antes
de que inventaran las monedas de cambio.
 
Alguien dijo que era mejor acostarse
por unas monedas que hacerlo por amor.
El paraíso se había perdido en las primeras caricias
y solo quedaba el yelmo de la tierra vacía.
 
Ahora las cicatrices se veían desde lejos.
Socialmente era una marginada,
sin seguro, sin atención médica de calidad;
las heridas sanaban simplemente por piedad.
 
Un sueño azul persistía en su imaginario:
era vivir en una isla, rodeada de corales marinos.
La vida de muchos hombres sin brújula, ni destinos
habían pasado por su inefable diario.
 
La tentación cabia en una sola mano,
se agigantaba desde la mirada de sus ojos pardos
que relamían el llanto como si fuera miel.
Habría echo una laguna de su días de lluvia.
 
Todavía esperaba a su príncipe azul
que sabía no vendría vestido de oropel,
que tampoco le traería flores, ni bombones.
Le bastaba que vistiera de sencillez
que fuera de tapiz de corcel y dientes de media luna.
 
Allí parada en medio de la nada, donde todo parecía fluir
a velocidades vertiginosas como en el triller de una película,
donde la heroína era raptada por unos facinerosos
y después rescatada por un vagabundo que fungía ser heroé,
se sentía sucia por la vida miserable de puta que había escogido.
 
El vestido transparente estaba raído por el tiempo.
Los pezones se erguían amenazantes, eran su escudos
de media luna en luchas interminables por la existencia
No había tiempo de llorar ni lamentarse por la leche derramada.
 
Miró como empezó a llenarse la calle de clientes
y de chicas que ofrecían sus cuerpos sin los tapujos ni corset
de las ideas religiosas, ni los fanatismos moralistas.
La vida se resumía al pecado de vida y del amor.
 
Entendió lo que su madre le dijo alguna vez.
“la vida es una tombola, tombola”.
Añadiría. “la vida es una soquete que te empaqueta
para la muerte después de extraerte
hasta la última gota de sangre y lágrima”.

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