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El precipicio

A mis pies el gran vacío, la nube, el horizonte,
La distancia, el envolvente misterio del silencio.
Mis ojos extrañados no atinaban a mirar
ningún punto en particular, todo era sacrílegamente bello.

Me paré al borde del precipicio
con el magistral encanto de un loco de circo
que se sabía los movimientos gimnásticos
de una caída libre como si fuera un grácil pájaro.
 
Claro está que no me iba a tirar al vacío,
solo quería contemplar la majestuosidad
de la larga cabellera de las nubes jugueteando
con los picos de las montañas
erguidos como voluptuosos senos.
 
Allí estaba, mirando absorto el firmamento.
El silbido del viento me susurraba al oído
una extraña melodía en octosílabas
que solo mi interior descodificaba en música.
 
A mis pies el gran vacío, la nube, el horizonte,
La distancia, el envolvente misterio del silencio.
Mis ojos extrañados no atinaban a mirar
ningún punto en particular, todo era sacrílegamente bello.
 
Un arrebato sublime narcotizado me elevó
por encima del firmamento rocoso donde
no solo contemplaba el vasto imperio de la soledad
sino que miraba todos los reinos mezquinos de la humanidad.
 
Una fulgurante luz envolvía a las ciudades más ruidosas.
Las luces de neón parecían cucullas cósmicas
que dejaban ver una luz incandescente,
se parecían a lenguas de fuego que lo abrazaban todo.
 
Como si fuera un cortometraje vi a reyes y presidentes
de todas las naciones jugar como niños a la guerra.
Sus manos se crispaban y alardeaban de fuerza guerrera.
El conciliábulo era exterminar la humanidad para reinar ellos.
 
Un basural emergía del océano más largo y profundo.
Solo desde las alturas se puede ver, era la mancha de resina
que se agita como una marea multicolor del excremento
de todas las ciudades y que el mar espera arrojárselos.
 
Desde esta privilegiada posición puedo ver cosas sencillas
y magnificencias que jamás vería desde el firmamento.
Sin embargo, no observe personas compasivas,
ni personas que estuvieran dando perdones,
tal como el Cristo, les pidió. Cristo había muerto
y lo dejaron yacer en la fría lápida de sus cuerpos.
 
Esta vez sin fuerzas para levantarse. Su resurrección fue fallida.
 
El cielo rasgó su velo y un trepidante trueno
como la voz del señor de señores hizo temblar las montañas
y crispar los ríos y mares. Todo se agitó y los ojos voltearon
a mirar nuevamente al Cristo fallecido. El fuego de los ojos
ciegos de la tierra vomitaba su ira como pústulas.

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