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UNA Y OTRA VEZ

Sería una pena que uno de estos días me tropezará con ella entre el tumulto de la gente
y no la pudiera reconocer. Creo que eso no pasará, pero tengo un fatídico temor de que ocurra.

Una y otra vez volví por si la volvía a ver. Nada es mas desesperante que tratar de buscar algo o alguien y regresarse con las manos vacías. Mi búsqueda empezaba temprano, muy en la mañana. Tomaba el bus, que me llevaba a las entrañas de esa ciudad post moderna con aire de señorona vieja. A veces olía a frutales como cuando los mangos de chupar estaban en cosecha y transitaba bajo la lluvia de pequeños dardos que se desprendían de sus ramas. Otras veces me sumergía en sus vaporosos olores a orina y heces de las alcantarillas, especialmente en alrededor de sus plazas y calles atestadas de basura. El color ocre de algunas de sus fachadas también me hería la retina cuando el sol apuntaba alto y desplegaba con furia todos su rayos.

No se cuanto tiempo tengo yendo a buscarla. No es que espere encontrarla a la vuelta de la esquina. Ahora mismo no se cuál es su aspecto. Debe tener entre 30 o 32 años seguramente. La edad realmente no importa. Antes recordaba su perfume. Ahora con el tiempo se ha esfumado y casi no lo percibo en mis sentidos. Es como si fuera perdiendo el último de sus rastro con el que la puedo hallar. Sería una pena que uno de estos días me tropezará con ella entre el tumulto de la gente y no la pudiera reconocer. Creo que eso no pasará, pero tengo un fatídico temor de que ocurra.

La conocí en una mañana soleada. Caminaba despreocupada por una vereda polvorienta. Iba pateando botellas vacías de agua que encontraba. Mi paso también era suave. Casi me puse a la par. Caminaba hasta la Cafetería el “Manaba”, que queda a cinco cuadras de donde estabamos. Dudé antes de preguntarle hasta dónde iba. No se, contesto con aire de quien no le importa la pregunta ni el interlocutor. Me hice a un lado para que pateará una de las botellas. Deberías entrenar para jugar Futbol, le dije. Si lo he pensado, contestó. No me gusta tanto, pero es lo mejor que se hacer patear cosas, afirmó. Caminamos un buen rato sin mirarnos. Yo estaba próximo a llegar a la cafetería.

Le propuse me acompañará a un café. No, no puedo, dijo. Debo llegar hasta la carnicería de mi primo. Debo recoger unos pedidos y volver nuevamente, sostuvo cómo quien estuviera dispuesto a sacrificar algo por la compañía. Insistí, pero nuevamente se negó. En verdad no puedo, volvió a decir. Bueno dije, te acompañó hasta donde vayas, no esta lejos y tengo algo de tiempo. El café puede esperar. Si lo quieres esta bien, afirmó.

Alguna vez estuve allí balanceándome entre la nada y lo ignoto. Materia gris que aparece y desaparece. Bruma de páramo y solsticio de verano que engendra el rocío de la mañana y el débil hilo del manantial. El gran océano quedaba a millas de nuestras miserables vidas y no éramos mas que mariposas emperador visitando un continente que no era nuestro. Habíamos perdido la brújula y estábamos solos en la selva de la ciudad, atisbando los frontispicios de los muros por si encontrábamos nuestros cuerpos en el basural de las calles.

Podíamos ser el chico del café, la chica de la vereda polvorienta, el méndigo de la calle 9 de octubre, los chicos hacheros de la entrada de la ocho. Nuestra identidad se había perdido entre el marasmo de la política y los selfies de los androides y Smartphone. Éramos el hilo conductual de la banda 4G que recorría a velocidades de terabyte el espacio sideral. Nuestro número de cédula aparecía intermitente entre los follones de una fiscalía.

Se despidió con un hasta otro día. Esperaba volverla a ver. Yo iba con frecuencia a la cafetería por lo que no sería difícil encontrarla en el camino. Eso supuse. La carnicería de su primo estaba como 400 metros de la cafetería. Era un pequeño local con un letrero grande “Carnicería Jerónimo”.

Ella era una joven menuda de pelos rizos y grandes ojos negros. Tenía una expresión de diosa Juno, podía verlo en su rostro. El tiempo efímero que anilló nuestra concupiscencia existencial podía haber sido eterno si el tiempo no se fragmentará y dividiera cuánticamente en espacios pequeños las emociones. Unas veces si otras veces no. Todo era un amasijo de vida y muerte. Un brote después de la lluvia. La fertilidad yéndose por las alcantarillas como las peticiones de perdón a un Dios, que inmutablemente espera sus tiempos para volver sus ojos a sus súbditos.
Me he mudado a varias ciudades y en tiempos diferentes. Pero siempre vuelvo a la calle polvorienta de esa cafetería, que en algo la han adecentado. Deseo volverla a encontrarla algún vez. Hasta hace poco me perseguía su olor azafrán y sus grandes ojos negros. Me digo que debe haberse mudado. A los pocos días ya no estaba la carnicería ni el letrero. Me pareció ocioso preguntar sobre el nuevo paradero y así lo he dejado hasta ahora.

Hoy la ventisca levanta hojas muertas y una pila de botellas plásticas dejadas al azar. Dos chicas van tomadas de la mano desdeñando el sortilegio de los machos. Sus manos entrelazadas son una abierta guerra al establishment de los dioses. Apresuró mi paso para no encontrarme con el remolino del viento que trae basura y polvo. Hoy tampoco hay rastro de ella. Parece haberse esfumado en la bruma de los tiempos. Acaso fue una intemporalidad, un oasis de aquellos que nos dibujan el diadema de nuestra corona balsámica.

Cuento Corto: Kleber Exkart R.
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