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Origen y razón de la trascendencia en la lírica de Carmen Comprés

La poesía, al igual que la música, es arte del oído. Tono, aire, timbre, tiempo, intensidad, silencio y, preponderantemente, sonido, en ambas partes —en ambas artes—, conforman la apoyatura formal que se imbrica de manera medular con la trama comprendida.

 Reto significativo resulta para el comentarista el acometer la exégesis y la tasación de las obras de excepción puesto que, como tales, no responden a modelo predeterminado. El pie de amigo que constituyen esquemas y patrones—con su normativa correspondencia de pesas y medidas—se revelará ausente; ausencia de certidumbre de camino conocido. Primordiales atributos podrían distinguirse en la obra poética de Carmen Comprés (obra pictórica simultáneamente, en cuanto constituye vivaz acuarela de su mundo interior), pero tal vez el carácter fundamental de esta obra sea, a nuestro juicio..., su excepcionalidad.
  La poesía, al igual que la música, es arte del oído. Tono, aire, timbre, tiempo, intensidad, silencio y, preponderantemente, sonido, en ambas partes—en ambas artes—, conforman la apoyatura formal que se imbrica de manera medular con la trama comprendida. Carmen Sofía Comprés, para develar el sortilegio de sus reclamos sensoriales, recurre primariamente al silencio cual espécimen para elaborar un arte que penetre en la intemporalidad.  ¿Querrá acaso decirnos la poeta que el silencio es el poema perfecto? Es, al menos, o, mejor dicho, a más, el silencio: elemento envolvente, reminiscencia del Origen, matriz cosmológica y cosmogónica... Si deviene todo del silencio, las grandes obras poéticas y musicales, para ser magnas, exigirán expresar algo equiparable en proporciones fónicas a la excelsitud y a la suntuosidad del silencio. Quien sea capaz de ahondar en ese manto invisible de que todo proviene y en lo que todo se subsume, y quien sea capaz de apreciar con mirada perspicaz la majestad del arte de la gran poeta que estudiamos, de Carmen Comprés, descubrirá una palabra que significa y declara tanto cuando dice... como cuando calla.
  El mundo ordinario está hecho de palabras, y a fuerza de frases reiteradas pierde el discurso el encanto de su significación. He aquí una artista de la expresión que finca su decir en el embeleso facundo de la sujeción, como quien tantea en el fondo una concepción apofática de la verdad del arte, presumiéndolo divino en su sustanciación absoluta: especulación imperfectible en la que resultaría para nosotros esta gaya ciencia que llamamos Arte lo mismo que Dios: incognoscible e impenetrable. Una ojeada atenta al contenido de su más reciente libro nos alertaría: solo uno de los títulos que contiene emplea un máximo de cinco palabras («Claror que deshoja la niebla», dos de ellas monosilábicas); solo uno de sus títulos alcanza apenas cuatro palabras («Umbrales de la noche», dos de ellas igualmente monosilábicas); ninguno de sus títulos posee tres palabras; dos de ellos cuentan con dos palabras en su composición, en la embrionaria relación sustantivo-adjetivo («Pozo palpitante», «Puertas ocultas»); el vasto número de poemas, los cuarenta y seis restantes, cuenta con título de palabra única («Pinceladas», «Retorno», «Frenesí», «Plenitud», «Tormento», «Constelación», «Reflexión», etc.)  ¿Quién no recuerda el dictamen davidiano, con viso de principio jurisprudencial, referido a Carmen Comprés? Habla este autor de «... un despojamiento verbal y un sentido de la síntesis muy poco frecuentes en los parajes, por lo demás demasiado gárrulos cuando no ampulosos, de las artes poéticas en nuestro país».
  Distinguiremos en Carmen Sofía Comprés la evidencia categorial, el porte individualizante («the stance», dirían los ingleses).  Comprés se acoge a una postura creativa particular en la embrollada espesura de las voces porque sabe que quien canta como los demás... se deslíe, o se condena a la monotonía indistinta del paso de los coribantes. Nuestra poeta se muestra original en forma y fondo porque original es su vocación verdadera. Nosotros, los humanos, nos revelamos, por naturaleza, fluir constante del cristal en la sustancia, goteo permanente; somos, en el cosmos, recinto del agua..., pero ella es Recinto del fuego.
  Lleva este rótulo, Recinto del fuego, su tercer libro, su tercera publicación, texto en torno al que giran estas modestas reflexiones valorativas. Había publicado con anterioridad los poemarios Será otro azul y Poema y Variaciones, de los que esta tercia realización es continuación en cuanto a temas, estilo, orientación y profundidad. Recinto del fuego: veta interior, corriente subterránea, pasadizo ontológico por el que discurren flama, ardor, pasión, ímpetu, vehemencia... y la endurecida cicatriz.   Se inicia el volumen, no obstante, con pinceladas de contraste: un breve poema que es canto fastuoso a la libertad, a la vida, a la vida en libertad, con lo que el soplo existencial gana sentido, con lo que cobra esplendor el alma en opacidad; un soberbio poema apoyado en apenas trece palabras sobre el dilatado silencio del universo, un gran poema en el que hace gala Carmen Comprés de su capacidad de condensación. Helo:

Retorno

“De nuevo
los pájaros
los nidos y las alas
¡ha vuelto el paisaje!”

Estas líneas escuetas, delicadas, hacen al lector condueño del acto creativo, ya que el texto se abre a contingencias múltiples merced a la contención. Sucinto, ceñido, no es poema de una sola lectura, sino de infinitas leídas resguardadas. En su parabólico recorrido, la canción se dibuja cuando el ente lirico se afinca en la construcción de una frase en la que el ahogo existencial encuentra desahogo para anunciar a sabiendas una realidad revelada, preludio del deseo, del connubio, de la sensualidad, del recinto de fuego que no se hace esperar al aflorar con inmediatez en un subsiguiente poema de oposiciones afirmativas y delineado pulso paradojal:

Frenesí

“Como un ángel cansado de pecar
en cáliz de honda certidumbre
libo

Te reconozco
y no sé cómo nombrarte
¡Ven
abrázame
fuego infinito!”

  Ya dijimos:  la inspiración de Carmen Comprés es recinto interior, garganta subterránea. Primordialmente, emana fuego: voz turbulenta, presencia misteriosa en la que arde una Voluntad, albedrío que se desdobla en ansia, deseo, anhelo, y en la que el tiempo y las cosas se consumen en su plenitud para reafirmarse unívocos en la totalidad que nos construye. Por eso el ángel del precedente poema peca, se cansa de pecar, mas no por eso pierde su angélica condición. Con esta representación prototípica, viraje simbólico, la poeta revélase poseedora de una estética igualmente arquetípica que vuelca su estro hacia la exposición y la contemplación del conocimiento ultraperceptible, que no obstante reconoce. Ella, asegura, bebe en el cáliz de una honda certidumbre que en principio no sabe cómo nombrar, a la que anhela entregarse en abrasante abrazo, para nombrarla finalmente, sin proponérselo, cual misterio revelado, en la exclamación nominativa que le sirve de ensalmo de consustanciación, de comunión.  Este poema es grandioso, grandioso en su laconismo, y bien representa a todo el sistema escritural de Recinto del fuego, porque se abandona al misterio sagrado y genésico de la Paradoja, esencia retórica que circunscribe en la amplitud de la hipérbole la retracción de la metáfora. La Paradoja es el secreto sostenedor del Universo y es la evidencia de la existencia de Dios. Nace del círculo (circular es el Absoluto en el plano vertical, aunque en los planos inclinado y horizontal, por nuestra limitación sensorial, ¡notad!, forme una elipse). Ella, la Paradoja, es el número Pi (): cambiante símbolo fijo; constante que varía infinitamente. Todo cuanto existe en el relativo exterior de la Divinidad debe su ser a la Paradoja, primera desmembración del substrato divino para la composición y la determinación de los fines últimos de la Creación: el espíritu y la materia, que es como decir (circunscrita ahora al hombre...) el hálito y el cuerpo.
  Quien se sumerge en la insondable belleza del orbe paradojal penetra en lo divino, lo que puede observarse de inmediato en el poetizar de Comprés. Tan profundo conocimiento simbólico se opone a la ramplonería del mundo circundante regodeado en sinrazones inútiles: la voluntad de dominio, los actos violentos, el servilismo, el engaño, la iniquidad y la fatuidad, entre otras fealdades, con olvido de los fueros esenciales en los que el alma del poeta se afirma en su virginal inmanencia, los fueros de la unidad en el amor inextinguible de las almas y de los cuerpos, gracia estancada por la realidad, por la ignorancia, por las convenciones... Todo esto genera en el poeta, y aquí concretamente en la poeta Carmen Comprés, una angustia interior y una inquietud que la lleva a Dios... y a su cuestionamiento. Tentada a hacerle sentir al Creador lo que sentimos nosotros—seres creados, entidades finitas—usa, rediviva, una comprobación por Dios usada; y surge el vital cuestionamiento, comprobación de que hablamos, página 36: (cito) «Y me pregunto / ¡oh Dios! / ¿con qué plegaria / perturbo el polvo de tu huella?» (fin de la cita), y surge su profesión de fe—la profesión de fe de quien inquiere—, altiva y memorable, consubstanciada su alma con el alma de los poetas de su estirpe en los siguientes versos armoniosos, misteriosos y penetrantes:

“No he llegado
a la «santa indiferencia»
aún voy sedienta de verdades

En un mundo
cercado de arcabuces
y plegadas voluntades
el poeta
trata de mostrar
para quien pueda ver
las profundas entrañas
de su universo
donde moran
incifrados dioses que alucinan

Templo de puertas ocultas
vedadas algunas
para bien y para mal”
                     («Puertas ocultas»)

  Por estos versos de Comprés comprendemos que el poeta llega al mundo cual nuevo Prometeo a entregar fuego y luz a los mortales, a ejecutar una alta finalidad a sabiendas de que su batalla está cuantitativamente perdida—¿habéis escuchado la voz de Juan «el Bautista»?—; aunque no perdida cualitativamente; y pasa así con el protagonista en la tragedia británica de Sir Patrick Spens, desdicha universal. En esta antigua balada de raigambre escocesa el héroe lo arriesga todo y lo pierde todo para preservar un orden social, que en definitiva es un orden terrenal; es idéntico el rol del poeta, pero la hazaña que cumple es de orden divino y espiritual. Quizás sea este el momento adecuado para subrayar (¿de manera forzada?) la distinción esencial entre el poeta cabal y el neto versificador.
  Misión del poeta: convertir en belleza eminente el dolor insondable provocado por la cortante realidad... y por una maquinal e irreflexiva humanidad que nos invita alegremente a caminar sobre cadáveres. Escenario de pasmo y de conmoción. Carmen Sofía hace tal conversión en una escritura limpia, libre de cascajos y rellenos, pero críptica, cifrada, extendida exclusivamente «para quien pueda ver»; por eso su lectura, «templo de puertas ocultas, vedadas algunas» constituye continuamente un desafío: el desafío replicado de Champollion ante la piedra de los enigmas. Su escritura en cifra persigue adrede dejar escapar al lector superficial. Su voz no aspira a ser meramente oída, sino escuchada; no por la generalidad, sino por «quien pueda ver», es decir, por quien alcance a desentrañar con los ojos interiores, que son los ojos del espíritu:

  “Porque cuando el alma enciende, y del cuerpo rompe ataduras, sé que bebo olvidos en las sendas de los espejos que han de reencontrarme. Entonces, en su canto, pájaros eternos confiesan que somos pedazos de tiempo tratando de unificarnos para crecer en amor infinito hasta donde no hay memoria”.
                                                                                    («Propósito»)

  No podría quien os habla pretender abarcar en una primera ni en una segunda ni en una tercera... interpretación todo el contenido latente de significaciones que subyace detrás del pensamiento y la emoción donosamente expresados en Recinto del fuego. Si hay una rapsoda que puede potenciar las de por sí infinitas extensiones de la palabra poética, esa es Carmen Comprés, en virtud de las mencionadas características de su práctica oracular. He querido conservar esta voz—la más decididamente individual entre las voces interioristas—en su lecho ideal de arcana sutileza y acendrada trascendencia; y he querido contagiarme de su concisión, de su cautivante brevedad; ¡cómo me habría gustado tomar a préstamo en estas palabras su don de la belleza sublime y su sentido de la inmanencia; poder elevarme, como ella lo hace, sobre las altas copas de lo magnificente... para que mis palabras fuesen dignas de consideración, para que se reitere el gozoso milagro de la naturaleza en el que cada cosa engendra a su semejante...

“Deshago todo,
pero las formas no desaparecen...”
                              (Recinto del fuego, Carmen Comprés, pág. 52)

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