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PENSAR DE IMA

Era, entre la noche vistosa,
una celebración de nuevo culto.
Entre luces y sombras, entre el reflejo de los faros
y la abierta
marejada del inconsciente,
subimos a la Altitud.
Apoyadas las manos en el estribo, dejo pasar la luz,
la luz primera,
la luz del andamio de las sombras donde,
ellas primero,
llegaron a la altitud que digo.
 
El viaje fue un trabar
de alas dormidas.
Se hicieron una:
atraparon
los más hondos reflejos
hasta hacerse una (misma) luz.
 
Así comienza la historia,
así comienza.
 
Radiante oscuridad y larga espera.
Embriagado en mi noche,
haciendo malabar de la conversación, atentos ambos al ruido
de los silencios nocturnos,
hablamos de música, heno y canciones portuguesas.
Era un anillo su voz, una invitación al desvarío.
¡Y tan cierta! Y colgó de sí la ecuación
regia y solemne.
¿Y quién no escucharía si llamasen caracolas
o llamara el estribillo de una canción antigua?
(Canción fija, algo oxidada, dejada a la intemperie
como botella rota.)
Llama la voz interior y le responden.
—¡Anda! ¡Sube por la pared, sube por la pared!
 
Así me dio el toisón, la efigie, cuadros
de inquietud, una estela
y un barco de gemidos.
 
Después fueron las tardes largas gastadas frente al mar.
Ante la evidencia, la humedad era una causa.
Un pronóstico.
Premonición y abril. Los besos, como siempre,
hablaban de humedad.
 
Largos paseos, largos...
reconstruyendo un olvido.
 
Ella era una ría doble y solitaria... y yo descalzo.
Habíamos pasado
nueve noches en Dublín y no tuvimos tiempo
para describir el asunto.
Las noches de Dublín no tienen
almas amaestradas: se van con el caer
de una oración no escrita...

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