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EN LA INFANCIA LEJANA I

Mi hermano y yo
bajo las voces temblequeantes, tenues,
de las abuelas,
anduvimos ciudades y países sin nombres,
invadimos palacios, robamos
joyas y armaduras,
combatimos hasta hacernos dos diestros paladines.
 
Incierta vez, a oscuras,
apagados las lámparas de gas y los aullidos
de los perros,
la primera abuela nos hacía por decimosexta vez
el cuento del aceite y la harina
perpetuos;
luego la segunda,
más joven y menos recatada,
nos habló de un ser diminuto y negro que creció
hasta llegar al cielo,
el ser
echaba humo por las bocas
y fuego por el costado
derecho...
Mi hermano se encogió como un zorrino,
imaginó –imagino– las escenas
¡y ya no escuchaba más!

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