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Humor negro

Bruno llega, y ella se esconde debajo de la cama. Va a tardar unos segundos en encontrarla, hasta que sus ojos se adapten a ver en la oscuridad después de cerrar la puerta. Entrar en esta habitación es entrar en un mundo privado, que siguió su propio curso del tiempo. ¿Cinco años? ¿Seis? Podrían ser más.
La primera excusa fue la fotofobia. Ella dijo que sus ojos no soportaban la luz y empezó a cerrar compulsivamente las cortinas y a apagar las luces y a usar anteojos de sol incluso adentro de la casa. Después dijo que quizás era daltónica (no podría especificar la relación entre el daltonismo y lo que siguió a continuación, pero Bruno le dio el beneficio de la duda). Empezaron a cambiar los muebles. Pintó las paredes de su habitación. Antes de comprar cualquier objeto, se fijaba de qué color era, sin importar el precio o la calidad. Gradualmente, su mundo se fue volviendo monocromático.
Cualquier persona que la hubiera conocido sin entender el contexto habría pensado que ella estaba atravesando un luto riguroso. Pero, al ver su casa, le resultaría imposible entender lo que estaba pasando.
Cuando ella se encerró definitivamente en el cuarto oscuro (así lo llamaba Bruno en chiste, aunque no le causaba mucha gracia la situación), tuvieron que adaptar su dinámica de convivencia para mantener una mínima estabilidad en su relación. Él primero entraba en la casa en silencio, siempre tratando de causar la menor perturbación en esa atmósfera enrarecida por el encierro. Luego, se desvestía y quedaba solo en ropa interior, se ponía el mameluco negro y golpeaba tres veces la puerta del cuarto oscuro. Así ella tenía tiempo de esconderse para que el la buscara. Cuando la encontraba, se saludaban con un beso seco y se acostaban en el piso por varias horas.
Bruno pasaba las noches en la penumbra de la habitación y, cuando amanecía (no hubiera tenido manera de saberlo, si no fuera porque ponía una alarma), se iba de nuevo a su trabajo. Ella sabía que él era un narco, fue así como se habían conocido, en un club nocturno muy popular que quedaba cerca de la frontera con Juárez. Ella también sabía que Bruno se iba a veces al centro de esterilización para buscar cargamentos. Él no sabía lo que hacía ella cuando se quedaba sola. Tampoco le importaba. Al principio fue su cariño por ella lo que le permitió soportar tantos cambios repentinos y la extrañeza de la situación. Después fue la costumbre, e incluso llegó a desear durante los momentos vacíos del día la frescura y la calma del cuarto oscuro.
Mantuvieron esa calma mientras pudieron, pero, una tarde, la policía hizo una redada en el centro de esterilización. Bruno quiso escapar por los tejados, pero lo emboscaron y dispararon a matar, sin mediar ninguna advertencia. Cayó del techo y, aunque el golpe le quebró la columna, a la altura del lumbar, no fue suficiente para evitar su agonía de casi dos minutos. Ahí tirado, mirando el cielo diáfano, durante esos dos minutos, solo pudo pensar en la frescura del cuarto oscuro, en su silencio, en la calma que le daba el color negro, en contraste con la luz que ahora le quemaba los ojos. Se dio cuenta de que, al morirse, ella moría con él, porque no volvería a escuchar nunca más los tres golpes en la puerta, nunca más se escondería para que la encuentren, y, lo más probable, se quedaría recostada en el piso, olvidándose de su cuerpo, hasta que no sintiera más nada, como ya él no sentía más nada.

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