Cargando...

La inmovilidad es el óxido de la razón

Me encanta salir a caminar solo, aprovecho el tiempo para pensar, aunque lo que más me gusta es distraerme tanto con el paisaje que no pienso, miro. Pasan los minutos, y no me doy cuenta de que estuve inmóvil frente a un árbol.
A medida que empiezo a conocer de memoria un paisaje, se me hace cada vez más difícil distraerme. Cuando ya no puedo dejar de pensar, busco otro paisaje por el que salir a caminar.
Ayer me sentía saturado, necesitaba algo, pero no sabía qué. Creí tener hambre y salí a caminar. Quería que fuera distinto de otras veces, así que busqué un lugar en el que nunca hubiera estado. Pensé en la montaña, está un poco lejos de la ciudad, pero tenía tiempo de sobra. Caminé, caminé, caminé y no pude dejar de pensar. Imaginaba que la montaña me calmaría. El aire fresco de las alturas, el sol más cerca, el contacto helado de las piedras mudas. En la montaña podría estar solo al fin, solo de verdad. Podría tal vez imaginar historias sin sustancia y ponerles palabras a algunos poemas cursis, que no valdría la pena anotar.
Imaginando lo que haría cuando llegara a ese paisaje estéril que parecía tan lejano, me encontré parado en medio de un camino de piedra. Literalmente me encontré, porque descubrí a mi cuerpo ocupando un lugar extraño sin acordarme de cómo había llegado ahí. Por la altura del sol en el cielo, supuse que sería alrededor de las 16. El camino parecía recto, o al menos era bastante difícil descubrir el sentido de la pendiente. Miré hacia atrás y sólo había piedras. Creí descubrir el rastro de mis pisadas indecisas. Hacía adelante parecía no haber nada demasiado relevante, pero, aunque no tengo muy buena vista, creí vislumbrar un árbol de sin hojas muy a lo lejos. Perseguí ese árbol con afán, como si pudieran crecerle piernas que le permitirían escaparse de mí. No sé cuánto tiempo pasó, quizá pude al fin dejar de pensar, abstraído en el paisaje monótono, hipnotizante. Volví a encontrar a mi cuerpo ocupando un espacio distinto. Ahora estaba frente al árbol que había creído imaginar. Las ramas estaban desnudas, pero no vacías. Como adornos de navidad, colgaban de las puntas de cada rama, de cada ramita, incontables ardillas ahorcadas. Quien hubiera hecho ese trabajo seguro tuvo mucho tiempo. Traté de contarlas, pero perdí la cuenta primero en 236, después en 312 y, en el último intento, en 215. Me aburrió pensar tanto en números. No quería pensar, así que volví a caminar hacia adelante. Me había acostumbrado a la violencia del terreno después de caminar por horas sobre piedras filosas. Supuse que habían pasado las horas porque el sol llevaba tres cuartos de su recorrido rumbo a la noche. Me llamó la atención pisar una masa sin forma, afelpada y pegajosa. Levanté mi pie manchado de sangre y descubrí otra ardilla, apenas reconocible. Esta parecía haber sufrido una muerte más violenta que las otras, quizás había sido aplastada por una piedra, tal vez (ojalá) había sufrido menos. Quise seguir caminando para olvidarme de lo que había visto. Pero una piedra grande me impedía seguir el camino. Hice un esfuerzo considerable y no pude moverla. Supe que había pasado bastante tiempo porque el sol ya casi terminaba su recorrido diurno. Desesperado, empujé la piedra con toda la fuerza que creí tener. Se movió, y debajo emergió una pila de cadáveres de ardillas aplastadas.
Ahora he vuelto a encontrarme, sigo caminando, ya no quiero distraerme, quiero escaparme. Las piedras tienen un brillo extraño con la luz de la luna. Miro hacia atrás y veo ardillas: una hilera de ardillas asesinadas de distintas formas. Trato de ver hasta donde llega el rastro de cadáveres, pero no tengo buena vista, está demasiado oscuro, y apenas puedo intuirlo. Miro hacia adelante y solo hay camino, camino para seguir caminando. Se me ocurre mirarme las manos. Hace tiempo que no veo mis manos. Y la sangre ya casi seca brilla con un fulgor opaco a la luz de la luna.

Otras obras de Marcos C...



Top