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Schopenhauer

—Mami, comprame papas fritas.
—Ya vamos a almorzar en la casa, aguantate hasta que lleguemos.
—¡Pero yo quiero comer papas fritas!
—No tengo plata, y vaya a saber cómo las hacen a esas papas fritas. Mirá, está todo sucio el lugar este.
—No me importa, yo quiero. Son las más ricas del mundo esas papas fritas.
—¿Y cómo sabés? ¿Ya las probaste?
—No, pero parecen las más ricas del mundo.
—No, ya te dije que cuando lleguemos a la casa vamos a almorzar.
—¡Yo quiero ahora! Yo quiero, yo quiero, yo quiero, yo quie...
—¡Basta!
El corte abrupto da en respuesta un llanto agudo que, desconsolado, llama la atención de toda la gente que los rodea. Pobre, y la madre no le presta atención, que desconsiderada. Qué clase de madre deja llorar así a una criatura. ¿No tiene vergüenza? La madre demuda, oscila el tono de voz, intenta artificios de persuasión, saca de la galera la retórica más elocuente. Pero quiere, quiere, quiere.
—Bueno, te lo compro. Pero te dejás de molestar...
—Sí.
—¿Cuál querés?
—Ese, el más grande.
—¿Te vas a comer todo eso?
—Sí, yo quiero ese.
—Bueno, está bien.
Come con avidez, sin degustar, engullendo, lavándose los dedos en aceite. Es un espectáculo bizarro, parece un pozo sin fondo. Termina, saciado el apetito, el problema. Ya no quiere, pero no hay siquiera una falsa sensación de calma.
—¿Eran las más ricas del mundo? Ni una me convidaste.
—No eran, estaban muy saladas y no tenían kétchup. Ahora quiero agua.

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