Era un sábado por la noche, el tipo de noche que se siente casual después de una larga jornada de trabajo. Salí del restaurante, con la idea de pedir unas margaritas antes de regresar a casa. Mientras esperaba, charlaba con el staff sobre los pedidos más locos del día y cómo algunos clientes podían ser, bueno, un poco “idiotas”. Aunque, siendo cocinero, sé que no debería juzgar; después de todo, en la cocina no hay gustos extravagantes.

Entre bromas, risas y tragos, el ambiente se fue relajando. Pero hubo un momento, un instante fugaz, en el que las sonrisas de “T” y la mía se sincronizaron de tal manera que el mundo pareció detenerse. Un silencio incómodo nos envolvió, y aunque me considero un cobarde en situaciones así, fue ella quien rompió el hielo. “Hey 'I’, ¿cómo te sentiste hoy?”, preguntó con esa chispa en sus ojos. Con mi inglés salpicado y algo torpe, respondí: “Genial, la misma historia en un día diferente, lol”. Ella, con esa sonrisa sarcástica que la caracteriza, replicó: “Te entiendo, hijo de perra”. No pude contenerme y solté una carcajada, derramando mi margarita por toda la barra. “¿Qué pasa, mariaca?”, exclamó ella, jugando con las palabras y las traducciones.

La noche avanzó, y entre risas y miradas cómplices, nos encontramos compartiendo más que simples anécdotas. El amanecer nos sorprendió en una playa desconocida, con el suave sonido de las olas de fondo. Una hermosa rubia de ojos verdes estaba recostada sobre mi hombro, y yo, con la sensación de haber vivido una de las noches más inolvidables de mi vida, pensé en cómo un simple error podía convertirse en la más bella de las historias.