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Canción de la hora feliz

Yo tuve ya un dolor, tan íntimo y tan fiero,
de tan cruel dominio y trágica opresión,
que a tientas, en las ráfagas de su huracán postrero,
fui hasta la muerte... Un alba se hizo en mi corazón.
 
Bien sé que aún me aguardan angustias infinitas
bajo el rigor del tiempo que nevará en mi sien;
que la alegría es lúgubre, que rodarán marchitas
sus rosas en la onda de lúgubre vaivén.
 
Bien sé que alucinándome con besos sin ternura
me embriagarán un punto la juventud y abril;
y que hay en las orgías un grito de pavura
tras la sensualidad del goce juvenil.
 
Sé más: mi egregia Musa, de hieles abrevada
en noches sin aurora y en llantos de agonía,
por el fatal destino de dioses engañada,
ya no creerá en nada, ni aun en la poesía...
 
¡Y estoy sereno! En medio del oscuro “algún día”,
de la sed, de la fiebre, de los mortuorios ramos
–¡El día del adiós a todo cuanto amamos!–
yo evocaré esta hora y me diré a mí mismo,
sonriendo virilmente: “¿Poeta, en qué quedamos?”
 
¡Y llenaré mi vaso de sombras y de abismo
el día del adiós a todo cuanto amamos!
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