En un viejo sillón de mimbre
—el favorito de Musulungo —
está sentada la tristeza.
Me deslumbra la belleza de su rostro.
Sobre todo sus ojos
que escrutan atrevidos los rincones
y acaban posándose fijos en mí.
Me conmueve también su sonrisa,
nunca tan cerebral como la que Leonardo le pintara a La
Gioconda,
pero apenas esbozada.
La tristeza es una frágil muñequita.
Es tan frágil que cuando la toco
se deshace tímida entre mis dedos.