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Tampico nunca se aleja del mar

Abro los ojos.
No he escuchado el despertador, ya son las 9 de la mañana. Voy tarde a la Facultad. Pero no soy capaz de levantarme. Noto la sensación de pesadez en el cuerpo. No es la primera vez, pero el cansancio de hoy tiene algo de particular. Doy vueltas por mi cama. Poco a poco salgo de la ensoñación y, como acto de ánimo rebelde para salir al mundo, acaricio mi cabello. Me pongo en pie de inmediato. Ahí es donde todo esto se ha ido a la mierda. Siento una, varias heridas cicatrizadas en la parte baja de mi cabeza.
Tengo la mala costumbre de arrancarme las costras, así como la rara costumbre de observarlas antes de tirarlas. Hago lo mismo con esta.
“¿Qué es esto?”
No es una costra. Se asemeja a una ventosa calcificada.  Lo que sí es definitivo es su antigüedad. Es vieja y fea. La tiro al suelo; se rompe de inmediato. Me da miedo seguir tocándome, y al hacerlo compruebo que tengo razones para mostrar mis ojos desquiciados, aunque sean para mí misma. Lo que sienten las yemas de mis dedos son conchas incrustadas a mi cráneo, haciendo una mayor enredadera de mi cabello.  Comienzo a quitarme una por una. No les siento fin. Algunas tienen textura mohosa; me alivia quitármelas, porque de inicio me podrían provocar una enfermedad –no soy una persona con las defensas más altas, que digamos. Caigo en cuenta: también me estoy desgajando conchas iridiscentes, realmente bonitas. Si me hubiera visto en un espejo, no me las habría quitado para nada. Buscando no pensarlo tanto, salgo de mi habitación para encontrarme con mi reflejo en el pasillo.
Por aquí, una casa abandonada de amarillo caracol. Ese me lo quedo, me sienta bien hasta cierto punto. Por acá, arriba de mi oreja izquierda, un gusano blanco, alargado, que me cuesta arrancar. Me dio mucho asco su babosidad al tacto, su condición de ser parásito de esta dimensión. También me provoca cierto desprecio hacia mí misma. ¿Es que esta soy yo? ¿En qué me he convertido?
Es la primera costra-cosa sacada con sangre del cráneo, y me duele a montones. Sigo sintiendo sus dientes afilados. Lloro ya no tanto por el dolor, sino por aquello que creí haber sido, realmente no siendo. ¿Cuánto tiempo habré estado sin haberme visto al espejo para propiciar el atrevimiento de esta maraña de residir en mí?
Afortunadamente, pronto descubro las algas azules; van a juego con mis ojos. Tocan mi frente y me hacen cosquillas; me hacen sentir aquí. Me quedo con las más coloridas; nunca me he pintado el cabello, y estas podrían ser un nuevo estilo. Y luego (¡luego!) aparecen las estrellas. Admiro su preciosidad destellante y no hago más que admirarlas. Ojalá se queden conmigo largo tiempo –las he escuchado cuchichear y por ahora les agrado. Ya veremos mañana.
Seguro me acompañarán hasta el otro-otro lado del universo las sonoridades de estas piedras de río. Me ha fascinado su complementariedad con la música relajada, aquella de mi cotidianeidad entre el té y las lecturas del máster.
Finalmente, me reconozco como una unidad. Yo soy biodiversidad marina, viva y cambiante. No sé por cuánto tiempo me habré quedado dormida como para que esto me haya ocurrido. Pero creo no me importa saber la respuesta. Por ahora, esta soy yo.

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