¿Ya te imaginaste cómo hubiera sido?
Yo lo hago, a menudo, con la precisión cruel
de un arquitecto de ruinas.
Diseño en mi mente el esbozo de un “nosotros”
que nunca tuvo cimientos,
pero que sigue construyéndose
en las noches más insomnes.
Duele, claro que duele,
como un reloj descompuesto
que marca las horas que nunca vivimos.
El “hubiera” es un veneno exquisito,
un arma de filo doble:
me corta y me abraza al mismo tiempo.
A veces creo que el mundo gira al revés,
que el cosmos es un niño caprichoso
jugando con las piezas de un rompecabezas
que jamás terminará.
Pero, cruel o no, sigue girando.
Implacable.
Indiferente a mi obsesión por detenerlo.
En una de esas vueltas,
en un domingo perfecto,
te imagino ahí,
en un cumpleaños que nunca existió,
con la sonrisa que siempre te inventé,
y los abrazos que solo yo recuerdo.
Odio pensarlo,
odio el eco constante de esa posibilidad,
porque no hay peor prisión
que la nostalgia de lo inexistente.
Lo mejor sería perderme,
desvanecerme en esas vueltas erráticas,
en el torbellino de un destino
que ni siquiera me pertenece.
Pero incluso en el vértigo de perderme,
ahí estás tú,
como un punto fijo en mi caos,
como el epicentro de este círculo imperfecto
que insiste en llamarte destino.