Amo el canto del cenzontle,
ese pájaro de cuatrocientas voces,
que en su garganta lleva siglos
de historias que nosotros olvidamos.
Amo el color del jade,
la piedra que no pide permiso para ser hermosa,
que brilla como un reproche
en la mano sucia del conquistador.
Amo el perfume de las flores,
esas que florecen incluso entre escombros,
esas que, con su fragancia insolente,
nos recuerdan que la belleza no es suya ni mía,
sino de la tierra que hemos pisoteado.
Pero más amo a mi hermano, el hombre.
A ese que me traicionó con una sonrisa,
que vendió la tierra de sus ancestros
por un puñado de espejos rotos.
A ese que levanta muros entre corazones,
que pone precio a las nubes
y convierte los ríos en cadenas.
Amo a mi hermano,
aunque sus manos estén manchadas de codicia,
aunque su mirada esté vacía de futuro
y llena de números.
Lo amo con el odio más puro,
con la añoranza de lo que pudo ser
y nunca será.
Porque mi hermano, el hombre,
es capaz de cantar como el cenzontle,
de brillar como el jade,
de perfumar la vida como las flores.
Pero eligió el ruido de las monedas,
el brillo falso del plástico,
el hedor de su propia soberbia.
Y aun así, lo amo,
porque amarle es un acto de rebeldía,
un grito en el vacío de su indiferencia,
un recordatorio de que alguna vez
fuimos hermanos
y no enemigos.