El sufrimiento,
esa argamasa gris que alza los muros del tiempo,
es la columna torcida que sostiene
nuestro andar lleno de quimeras rotas.
¿La felicidad? Ah,
esa mentira dulce que lame nuestros labios,
una mariposa de alas prestadas
que desaparece antes de posar.
Es una promesa vacía,
un espejismo que convoca al movimiento,
un soplo breve que engaña a los pulmones
con aire que no les pertenece.
Pero la pena,
insidiosa y tenaz,
se enreda en las entrañas
como una hiedra que reclama su casa.
Qué irónico el destino,
que la carne sepa más de la herida
que de la caricia,
que el alma se aferre a la espina
y no a la flor.
Y aun así seguimos,
tropezando en círculos,
con la absurda esperanza de que,
algún día,
el sufrimiento pierda su fe
en nosotros.