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Recuerdos de un provinciano

Fragmento.
CapítuloIII

En aquellos lejanos días, mis paseos no respondían a ninguna voluntad de ofrenda. Por imperio de la edad, todo era juego desaprensivo y contemplación gratuita. El 7 de octubre de 1910, hacia el anochecer, miré el cielo apagado. Mis ojos se detuvieron en su luz purísima. Había llovido por la mañana, pero las nubes, al apartarse, dejaban ver el azul delicado de la altura. Aquel cielo me atrajo como si fuera la intimidad de una persona extraordinaria y remota. El suave color del espacio se fue borrando en la hora fría, pero de alguna manera persiste en mí. Como era el día de mi cumpleaños, y acababa de recibir un telegrama congratulatorio de mis padres, que estaban en Buenos Aires, y como el agasajo acentuaba mi nostalgia, ese antiguo crepúsculo se fijó en la memoria de su testigo. Desde un patio, sí, como quien advierte por primera vez que la caducidad y la hermosura van juntas, miré el cielo mortecino de aquel 7 de octubre.

Unos meses antes había mirado el cometa Halley, visitante celeste que me despertó durante dos o tres madrugadas. En efecto, se me llamaba en la alta noche para que lo viera, pues no otra cosa quería mi curiosidad, mi afición a lo prodigioso. Esa presencia astral me lleva a pensar en los inviernos de antes, de los cuales nos defendía un brasero de bronce –lo rodeaba una vasta circunferencia de madera donde descansaron mis pies– en cuya hondura el fuego era vívido y alegre.

  En los hermosos días me era dado ganar la fronda y conocer las afueras. Con otros chicos, una fresca tarde de verano, pasé frente a una casa que estaba en el linde del pueblo; a través del alambrado vi un viejo caballo blanco que pacía en el traspatio agreste. Causaba la impresión de haber quedado allí para siempre, como si ningún poder humano o divino pudiese perturbarlo. No lejos del animal inmóvil estaba sentado un hombre de edad…

Fragmento de "Las fiestas y los héroes"

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