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Donde el poeta, por no haber sabido ni podido amar, se lamenta de su destino

Sitges, verano del 91. Haraganería en las hamacas,
cremas, balones de Nivea.
Y no me atreví a besar los dobles bombones
de fresa de tus pechos,
ni a lamer las brújulas erizadas
o las brujas achampañadas de tu pelo,
ni a partir en la nave al lejano extranjero contigo,
ni a amar el viento y la niebla del cordón de tu bikini,
o el leve verde de tus ojos como una escarcha
que destella en mitad de la noche.
Avanzan por la oscura memoria las olas,
tu hermoso cuerpo moreno, la derrota y las ruinas.
¿No era tanto mi deseo en aquel instante?
¿no era tanto mi amor?
Pero solo asomó la luna sangrienta dentro de las sentinas
de un invierno que en mí sería perenne.
No te atreviste a amar (ésta, y en otras ocasiones);
no te quejes si ahora los mastines del odio
marcan con sus ácidos orines
el único y tenebroso círculo donde debes vivir.
Tu alma, cuando sueña, es un despedazado anfiteatro,
con actores decrépitos y desmemoriados,
con el auditorio ocupado por maniquíes espantosos y ridículos.
En el aire puro, a los limpios dientes del alba
tú no le pusiste zafiros orientales sino bostas de vaca.
Tu destino, querido patán, lerdo cobarde, es el vertedero.
Los monstruos solo deben vivir encerrados en su infierno.
Y contempla como tu mente se alimenta de vagas
supersticiones bárbaras, de observaciones imperfectas,
de desorganizadas razones; así tu mente
pues desecaste la fuente del amor,
indiscernible de la del conocimiento.
Tu mundo se ha convertido en distintas tactos de aguarrás,
en relámpagos compuestos por cucarachas,
en zumbidos de marmota
y espectros de sílabas vacías.
Un traqueteante mecanismo de incisivos asorda tus labios.
A nadie amaste Christian, la soledad fue tu camino.
 
Señor, perdónalo si ha sido un monstruo.

«Solo la ruina nos defiende de otra mayor».

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