El helicóptero vuelve a la tierra.
Olfatea el lugar donde debe detenerse
y siente en su tren de aterrizaje
la tajada del planeta
que le toca.
El piloto trae su informe bajo el brazo
y halla en esta comedia de la urbe
el pasadizo secreto invisible
que va de la divina
a la comedia humana.
Fue testigo de todo
—de las prisas
los besos encamados en la culpa
los dúos de gemidos de serrucho
y violín desafinado.
Si algo se le quedó en el tintero
fue por obra de la fatiga muscular
de su propósito,
de la dolencia de finitud
que padece su brazo
o la anemia perniciosa
que corroe sus versos.
Baja del helicóptero
busca
para esconderse
la madriguera
del punto final
el trampolín de la imaginación
o la matriz del silencio
y se nos va poco a poco de las manos
de los ojos
del oído
en busca de un nuevo yacimiento de palabras
que al parecer se encuentra en algún punto
de la capital,
para perderse
devorado
por una de las avenidas 107
calles
callejones
vericuetos
de nuestra ciudad.
Se va regando
no guijarros
no mendrugos de pan
sino letras
signos de interrogación
palabras
para que vayamos tras él
para evitar que se pierda en cualquier bosque
que le salga al encuentro.
Podemos perseguirlo
olisquear su pista
leer
leer
los indicios que nos deja
la polvareda en que termina por hacerse
el polvo de que se halla
constituido...
Pero tarde o temprano
daremos con el punto final
de sus escritos
de sus pasos
de sus respiraciones
porque el punto final no es otra cosa
que el epitafio
del silencio.