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Una huella

Dícese que se dice
que en un lugar perdido de México,
en un puntito que se fue borrando
poco a poco del mapa,
hay una piedra especial,
única:
luce la huella imborrable de una mano.
 
Es algo así como la reliquia de un portento,
el vestigio de lo imposible,
el pedestal humilde de lo maravilloso.
 
La mano se halla estampada allí,
con sus dedos,
sus huellas digitales,
sus palmas
y los signos quirománticos
que despliegan la fórmula algebraica
de un destino.
 
Si la viéramos,
si fuésemos testigos del pedernal en que un día
sufrieron una extraña descompostura
las leyes naturales,
nos asombraría,
con la imagen en movimiento de una mano
que se apoyó un instante
en esta roca,
la añejísima huella
(dejada de la mano del tiempo,
olvidada de la ley que obliga a todo a marchitarse,
sustraída, en una palabra, al polvillo evanescente
de lo ido),
que, a lo que se dice,
es el antiguo relato de una fatiga,
el rastro del ademán de un numen,
o mejor,
un sacerdote trashumante
en trámites de trascendencia.
 
Se dice que se dice que Quetzalcoatl,
en su peregrinación de Tollan a Tlapallan,
y después de haber dejado
a la espalda de su última huella Cuauhtitlán,
sintió que el cansancio lo ganaba,
que el sudor le perlaba los estímulos,
y que, sentándose,
se abanicó el rostro en un compás de dos cuartos y en
crescendo
y colocó una mano en una piedra.
Me encantaría
(a mí, poeta que anda husmeando
lugares poco frecuentados del asombro 42
y que carga en el bolsillo una grabadora
para las estridencias de lo imprevisto),
organizar una galería de lascas, peñas y guijarros,
como homenaje a las dotes creadoras
de la naturaleza.
Me encantaría.
 
Ningún sitio mejor que México para montar
una exhibición así.
Habría piedras de todos tamaños, formas, colores,
peso y precedencia.
Piedras pacíficas, redondas,
sin ansias de volar a un descalabro,
piedras encolerizadas, puntiagudas,
a un aleteo tan solo de mudarse
en ave de rapiña. Piedras preciosas
—jade, chalchihuites, obsidianalos
pilli de la madre tierra,
las obras maestras que llevan
la invisible firma de una materia
como nunca inspirada.
También piedras humildes,
sin un solo gesto soberbio,
sin la menor chispita metálica en su entraña,
sin una sola arenilla fuera de lugar,
ni la menor relación con la historia,
la leyenda o el mito:
piedras sencillamente anónimas,
destinadas quizás a ser tan sólo
la ilusión y el sentido
de una sandalia muerta de aburrimiento
a mitad del camino.
 
Y por último,
en la vitrina del asombro,
y en la montura vítrea del milagro,
la piedra con la mano eternizada...
No podemos, sin embargo, organizar
tal galería. No podemos.
Carecemos del poder, de la audacia,
de la vida para hacerlo.
Ni tampoco podemos ser testigos
de una maravilla inscrita,
a perpetuidad, en tan modesto sitio,
porque, lástima, hallándose el guijarro
en uno de los tramos más fangosos de la historia,
de seguro fue pisado por las botas
del guerrero español
y enterrado para siempre
en las entrañas de la tierra.
Dícese que se dice.

(2012)

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