Caricamento in corso...

Relación con las heridas

Tengo una relación extraña con las heridas físicas;
de las otras...
de las otras no hablaré esta vez.
 
De niño, disfrutaba quitar las costras de sangre que cubrían mis heridas,
la mayoría de ellas, fruto de revolcadas épicas,
en las interminables pichangas de calle Alberdi, esquina Alsino.
 
Al quitarlas, volvía a sentir ese dolor original de carne viva y sangrante;
Más importante: una cicatriz en la rodilla era una medalla, un símbolo de valor y de calle;
Al volver a la casa,
y después de la correspondiente reprimenda,
era yo mismo quien se aplicaba el alcohol para volver a sanarla.
 
Solo ahora me doy cuenta:
En realidad, yo revivía esas heridas para tener algo que cuidar, algo de que preocuparme;
Cuando la herida volvía a cicatrizar,
volvía a quitar la costra:
ciclo finito de dolor-curación,
interrumpido por una seguidilla de días ocupados
que me hacían olvidarla.
 
Un evento aleatorio, me vincula también con las heridas:
22 de abril del año 92,
feriado a causa del Censo Nacional;
Actividad familiar de ese administrativo día:
construcción de la casa para el primer perro del cual yo fui amo;
Un paso marcha atrás y mi pie derecho atravesado por un clavo de cuatro pulgadas:
metal oxidado,
frío y afilado.
Entre lágrimas y un dolor de carne desgarrada,
grité mirando al cielo:
 
¡¿Por qué a mí Dios mío?!
¡¿Por qué a mí!?
 
Aunque suene a herejía,
en ese momento pensé en Jesús crucificado;
Visto desde hoy, este pseudo-bíblico evento me revela dos cosas con claridad:
Primero, que en esa fecha aún esperaba algo Dios,
al menos en ese momento particular,
de gran angustia y dolor físico,
y segundo, que aún creía en los eventos relacionados a la pasión y muerte de Jesús;
De todas maneras,
la pregunta sigue siendo relevante;
Todavía me pregunto si el dolor se merece,
o si es algo incluso necesario,
para recordar que estamos vivos.
 
Mi relación actual con las heridas,
producto de mi edad y de los efectos acumulados de toda clase de ellas, se reduce a un grupo muy acotado. A saber:
 
1.   Cortes provocados por la falta de habilidad en el uso de la máquina afeitadora;
2.   Pequeñas heridas generadas por las picadas de los mosquitos, sumada a mi ansiedad ante la picazón;
3.   Algún superficial, pero doloroso rasguño, fruto de la intensidad de una felina noche, tarde o mañana de sexo.
 
Y es que ahora no me caigo persiguiendo una pelota,
ni tampoco construyo la casa de ningún perro.
 
¡¿Y qué hago ahora entonces?!
 
Ahora, quizás,
lo trato de escribir.

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