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Ficción

Parte de la obra "Avisos de Ocasión"

Es otoño. Un otoño algo lluvioso. En las películas americanas pintan al otoño como una época con mucho viento, donde las hojas de los árboles mudan a una mejor vida, se vuelven polvo y se convierten en parte de los átomos de polvo que llegan a cada hogar. Aquí es diferente. Ésos átomos son gotas de lluvia. Las calles están repletas de charcos. Los tejados escurren y lloran al ritmo del canto de unos cuantos ruiseñores que se alegran del ceso de la tormenta y de unos cuantos rayos de sol tardío. En las banquetas se desdibujan las líneas divisoras, gracias al agua que se acumula entre ellas.
El olor de la geosmina es irresistible. El ambiente triste, también.

Mi otoño no es como el de las películas americanas. Es húmedo, febril, incluso descontento. Pero no me es molestia en lo absoluto.

Camino por entre los callejones, con poca luz, de lo que es la ciudad que me ha visto crecer en estos míseros años de vida. El miedo se perdió hace mucho tiempo. Al mismo, en el que escribía una carta con una patética dedicatoria.

Fue una tarde en la que asistía a la educación primaria, en un colegio que estaba a unas dos cuadras de mi casa. No todos se podían permitir el lujo de salir 10 minutos antes de que empezara la primera clase. Era el día de San Valentín, o el día del amor, como lo llaman los locales. Todos llevaban regalos dentro del auto de sus padres, otros en los autobuses que los traían; globos, flores, chocolates, osos de felpa. Yo llevaba una mísera carta cuyo título exterior marcaba un “Te quiero mucho. Con amor, Joel.”
Ella era la niña más linda que podía haber en toda la escuela. Supongo que todos dicen eso de la persona que les gusta, pero en mi caso, particularmente, era verdad.
Ya llevaba tiempo queriéndole hablar. En una clase, me animé a darle un caramelo, pero ella al desconocer de quién procedía, lo tiró a la basura.
Era tierna, lindamente inocente. Pero lo que más me gustaba de ella, era que no pasaba por alto a ninguna persona. A todos saludaba, y a todos nos daba los buenos días cada mañana. Siempre mostraba una larga sonrisa, y tenía el gesto de cerrar los ojos cada que lo hacía. Parecía casi una caricatura, una burla a la ternura, una parodia de la dulzura. Era auténtica.

Mi carta, al estar doblada en solo cuatro partes de mitad a mitad, no imponía ningún esfuerzo sobrestimado. Muy por el contrario, era casi absurda al lado de los regalos de los demás. Tenía la esperanza de que ella la leyera delante de mí, me mirara y me diera un “sí” culminando con un beso en la mejilla. No pedía más: algo simple, para alguien simple.

Tomé el papel azul que presumía mi romanticismo con mi firma y un dibujado corazón, y lo acerqué tentativamente a su butaca antes de que ella llegara. El plan era ponerlo debajo de su mesa, para que al final de la clase, yo le avisara que revisara ahí y la viera. Tomé un poco de cinta adhesiva, corté un buen cacho y lo coloqué sobre la carta con mucho cuidado. Cuando me había agachado para poder pegarla, entró ella.
Su postura era simplemente elegante, cautivadora. Segura de sí misma, me miró con incredulidad mientras yo estaba en rodillas delante de su mesa. Me preguntó qué estaba haciendo. No supe responder. Su mirada verdeazulada exigía una explicación coherente. Sus manos blancas y casi pálidas de frío remitían al poco tiempo que tenía para hacerla.
Me levanté de un soplo, y di otro para poder darme valor. La carta, inconscientemente ya se hallaba arrugada sobre mi mano. El corazón se había partido en un doblez justo por la mitad. Sus cejas se levantaron pidiéndome a clemencia una respuesta. Miré por última vez la carta delante de mí, extendida a su mano. Ella miró con desacierto mi presente que apenas se veía por entre mis dedos. El vivo cobalto resaltaba de mis manos rojizas, creando casi un efecto epiléptico.
Extendió su palma para que yo pudiese dejar en ella mi alma escrita en papel. Cuando la carta yacía en ella, la desdobló y la puso frente a su cara, cual mascara. Leyó línea tras línea. Contorneó cada dibujo con su mirada. Una leve sonrisa se levantaba en su rostro.

Su mirada paseaba entre mi cara y mi… su carta.

La volvió a hacer pequeña, mirando los árboles que mi ventana me permitía. Cuando bajo su brazo, dio un paso hacia a mí y me miró con la mejor intención del mundo. Inclinándose, como dando las gracias en Japón, me chasqueó un beso en la mejilla, me tomó de la mano y me colocó en ella el mismo papel que había sido de ella por 2 minutos. “Gracias, ha sido muy hermosa.”
Cuando terminó de decirlo, la maestra estaba entrando al salón. No volvimos a hablar a partir de ese día. Ni ella conmigo, ni yo con ella.

Hoy  me sigo preguntando qué sucedió. Tengo la teoría de que cuando eres menor, no necesitas de toda una vida para dar la tuya a alguien. A mí me bastó un beso en la mejilla y un “gracias”. A ella le bastó una carta y una sorpresa arruinada. Claro que esto es una suposición; puede que a ella le haya parecido ridículo mi regalo, comparado con los millones de obsequios mucho mejores que recibió ese mismo día. Quizá no me dio su vida, y me regaló sólo ese momento, que para mí fue la vida entera.
Así fue como me topé a lío por primera vez contra el miedo. No me ha sido tan fácil como aquella vez vencerle a lo largo de mi vida, y ahora extraño esos diminutos retos que me enfrentaban con él. Yo crecí y él creció a mi lado. El miedo no te abandona, y al paso de que vas madurando, él lo hace contigo.

Piaciuto o affrontato da...
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