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AL VERTE DORMIDA

Ha llegado un trozo de mañana y aún no acabo de mirarte desde la puerta del cuarto. Sólo el espejo me regaló una dentellada de tu cuerpo quieto.
Sé que tengo que irme, pero mis ojos se resisten a la locura de dejarte.
Dejar de ver las cintas en el pelo, que no van en el pelo –te lo dije ayer–, sino en otros lugares de armisticio: en la muñeca, en tu cintura de cereza y botones ámbar, en tu cintura de labios y pistachos húmedos y calma; en tus manos de elegantes cartílagos, en tu boca de hambre cuando semicomes.
Así, al verte dormida, pienso que hay palabras que podrían definirte, incluso cortos monosílabos que pudieran servirte de adjetivo en un instante; pero sigo obstinado en que tú eres esa extraña materia que define a las palabras.
Perdona que desde esta ambigua perspectiva parezca que estás muerta, que cierre las cortinas, que apague dos, tres luces, que quedaron viviendo mientras nos conocíamos hasta las entrañas, cuando te susurraba que todo era tan cercano al asesinato.
Y perdona que cierre la puerta, que cierre mi vida esta noche, sin una nota que diga al menos que ayer te he querido como no he querido nunca a nadie.

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