Cargando...

En la muerte de Filis

¡Oh!, rompa ya el silencio el dolor mío,
y al labio salga en dolorido acento
la aguda pena en que morir porfío.
 
Con lastimeros ayes gima el viento;
y entre suspiros y mortal quebranto
la falta de la voz supla el lamento;
 
ciegos los ojos con su amargo llanto,
lejos de la alma luz, siempre en oscura
noche fenezcan en desastre tanto.
 
Truéqueseme la dicha en desventura,
ni jamás bien alguno esperar pueda,
pues me robó la muerte mi luz pura.
 
¡Filis!, ¡amada Filis!, ¡ay! ¿Qué queda
ya a mi dolor?, ¿faltaste, mi señora?
¡Cómo la voz el sentimiento veda!
 
Allá volaste al cielo a ser aurora,
dejando en llanto y sempiterno olvido
esta alma triste que tu ausencia llora.
 
¿Qué?, ¿ni mi dulce amor te ha detenido?,
¿ni la amarga orfandad en que me dejas?
¿Tan mal, querida Fili, te he servido?,
 
¿así de este infeliz, así te alejas?
Vuelve, adorada, vuelve a consolarme;
no más desdeñes mis dolientes quejas.
 
Pero tú no pudiste abandonarme;
el golpe de la muerte, el golpe fiero
sólo de ti, mi bien, logró apartarme.
 
¡Oh muerte!, ¡muerte!, ¡oh golpe lastimero!
¡Ay!, ¿sabes, despiadada, lo que hiciste?
De todos tus delitos, el postrero.
 
¿A quién con mano bárbara rompiste
el feliz hilo de la tierna vida,
y en el sepulcro despiadada hundiste?
 
¡A Filis!, ¡a mi Filis!, ¡mi querida,
mi inocente zagala! Su ternura,
¿en qué ofenderte pudo, fementida?
 
¿No te movió su angélica hermosura
a que no mancillases insolente
tan delicada flor en su alba pura?
 
jamás yo te creí tan inclemente;
mas este golpe, golpe lamentable,
¡oh, cuán a costa mía me desmiente!
 
«¡Oh dura mano!, ¡oh bárbara, implacable!
¿A quién», clamo sin fin, «tu saña fiera
hirió con su guadaña abominable?
 
¡A Filis!, ¡a mi Filis...! ¡testo espera
a inocencia y amor, mientras riendo
eterno un siglo la maldad prospera!
 
Huye, inhumana, al Tártaro tremendo;
y en sus abismos húndete entre horrores,
húndete, oh monstruo, tus hazañas viendo...»
 
Deliro en mi pasión; y mis dolores
crecen, inmensos como el mar. ¡Cuitado!,
¿qué he de hacer sin mi bien, sin mis amores?
 
¡Que ya no gozaré su alegre lado!,
¡ni oiré más sus suavísimas razones!,
¡ni he de ver de su rostro el tierno agrado!
 
¡Sus ojuelos, imán de corazones,
aquellos ojos cuya lumbre clara
tras sí arrastraron tantas atenciones!
 
¡Y aquel cuello, aquel talle, aquella rara
gracia que en noche eterna se oscurece!
¡Ay, muerte dura, de mi bien avara!
 
Lloro, y llorando mi tormento crece;
pero, ¡qué mucho!, si en mi acerba pena
todo el orbe dolido se enternece:
 
con horrísono silbo el aire suena,
ni el agua corre ya como solía,
ni la tierra es fructífera ni amena,
 
ni arrebolado asoma el albo día,
ni en la cima es del cielo el sol fulgente,
ni la luna en la noche húmida y fría.
 
El Tormes el raudal de su corriente
detiene por seguir mi amargo llanto,
de ciprés coronada la ancha frente.
 
Con lúgubre aparato y triste canto,
de sus ninfas el coro le rodea;
¡ay, cuál doblan sus voces mi quebranto!
 
No ya el nácar sus cuellos hermosea,
ni sembrado de perlas y corales
su cabello en los hombros libre ondea.
 
Mustio taray y tocas funerales
hoy visten todas por la Filis mía,
de su agudo pesar ciertas señales.
 
¡Oh, cuál con ellas yo la vi algún día
del seco agosto en la enojosa llama
triscar alegre en la corriente fría!
 
Hoy en llanto su pecho se derrama;
y con doliente lúgubre alarido,
cual si la oyese, cada cual la llama.
 
El raudo Tormes con mortal quejido
también las acompaña; y su lamento
merece de Neptuno ser oído.
 
Neptuno, el que del húmido elemento
modera la soberbia impetuosa,
ocupando entre dioses alto asiento;
 
el que con voz y diestra poderosa,
con su tridente en carro de corales
alza o calma su furia sonorosa,
 
retrajo el curso a repetir mis males,
y en ronco son los hórridos tritones
dieron de su dolor ciertas señales.
 
Del húmido palacio los salones
retumbaron con fúnebres gemidos,
y temblaron columnas y artesones.
 
Las focas y delfines doloridos
en rumbo incierto tras su dios vagaban,
de tan nuevos prodigios aturdidos,
 
y como que asombrados preguntaban:
«¿Qué horror es éste y doloroso estruendo?»,
y los míseros llantos remedaban,
 
las colas escamosas revolviendo
y en las cerúleas ondas excitando
desapacible son, ronco y horrendo.
 
Por las vecinas playas lamentando
sonaban de otra parte los zagales
en tristes coros el desastre infando.
 
Mas ¡ay!, ¡ay!, que sus cantos a mis males
en nada alivio dan; mas antes crecen
en mis ojos dos fuentes inmortales;
 
que si ya, gloria mía, no merecen
estar colgados de tu faz süave,
mejor en ciego llanto así fenecen.
 
¡Oh dolor sobre todos el más grave!,
¡oh sombra¡, ¡oh fugaz bien!, ¡incierta vida!,
quien en ti se confía poco sabe:
 
apenas apareces, ya eres ida,
dejando la esperanza en ti fundada
cual mustia flor del vástago partida.
 
¿Quién pudiera decirme que mi amada,
mi tierna palomita, de repente
así del seno me sería robada,
 
cuando a aguardarla fui junto a la fuente
la tarde antes del aciago día
en la margen del Tormes trasparente?
 
¡Cómo me recibió!, ¡con qué alegría
de mí burlando mi temor culpaba,
y fiel su eterna llama me ofrecía!
 
¡Con qué halagüeños ojos me miraba!,
¡y con cuántos dulcísimos favores
mis dudas, mis zozobras alentaba!
 
¡Oh mi acabado bien!, ¡oh mis amores!,
¿quién entonces creyera tal fracaso,
ni tras ventura tal estos dolores?
 
Riéndote la vida al primer paso,
¿quién recelara que su luz temprana
corriera así tan súbito a su ocaso?
 
Contino, Filis, de mis ojos mana
un mar de ardiente lloro, ¡ay sin ventura!,
aciago fruto en mi esperanza vana.
 
Tu eterna ausencia mi dolor apura;
y el no haberla, ¡ay de mí!, jamás pensado
dobla al mísero pecho la amargura.
 
Bien debí, puesto que me vi encumbrado
a lo sumo del bien que en hombre cabe,
temblar el triste fin en que he parado.
 
¿Pero quién con amor temerlo sabe,
ni entonces hace del agüero cuenta,
ni del búho que suena aciago y grave?
 
En vano desde el roble en que se asienta
anuncia la corneja el caso triste,
que a un pecho con pasión nada amedrenta.
 
Tú, ¡Batilo infeliz!, volar la viste
la noche en que enfermó tu Fili amada,
y su fúnebre voz seguro oíste.
 
Acuérdome también que a la alborada,
dejando ya paciendo mi ganado,
a hablarla fuera en su feliz majada;
 
y vi un lobo feroz haber robado
una mansa cordera, blanca y bella,
que devoraba sobre el fresco prado.
 
Corrí compadecido a socorrella;
y súbito..., a mis ojos..., ¡qué portento!:
en humo denso se me huyó con ella.
 
Yo, hasta aquel punto de temor exento,
del espantable caso sorprendido,
caí sobre la hierba sin aliento.
 
¡Oh, qué de tiempo estuve allí tendido!
Y cuando ya en mi acuerdo hube tornado,
¡ay!, a llorar en tanto mal sumido,
 
sin poder proseguir lo comenzado,
y atónito de ver prodigios tales,
volví lleno de horror a mi ganado.
 
Allí luego encontré nuevas señales
que algún terrible caso me anunciaban,
agüeros ciertos de mis crudos males.
 
Mis mansas ovejillas se espantaban,
y cual si las siguiera un lobo fiero,
girando en torno del redil balaban.
 
A un lado oí quejido lastimero;
a examinarlo corro..., y de repente...
¿Callarelo, o diré tan triste agüero?
 
Vi dividida por agudo diente
la corderita a Filis prometida,
que mi mano cuidaba diligente.
 
Al pie de ella la madre dolorida
con débiles balidos la lloraba,
queriendo con su aliento aún darle vida.
 
Entonces yo sentí que me apretaba
el corazón un miedo desusado,
y trémulo mil males me anunciaba.
 
¡Oh mi Fili!, ¡oh mi bien!, ¡oh desgraciado!,
¿qué pudieron decirme estos agüeros?
Que era ya de tu vida el fin llegado;
 
que esto anunciaban los prodigios fieros,
y esto la triste ave y la cordera.
¡Ay, acabados gustos verdaderos!
 
¡Vida fugaz, cual sombra pasajera!
Ya a la mía no queda sino llanto,
prueba aun bien débil de mi fe sincera.
 
Crecerá inmenso mi mortal quebranto,
hasta que huyendo este nubloso suelo
en lazo a ti me una eterno y santo.
 
Ni, ¡oh mi luz!, pienses que jamás consuelo
hallar podrá mi espíritu abatido,
que en ti el bien me dejó con presto vuelo;
 
y en lágrimas y penas sumergido,
tu imagen sola cada vez más viva
mi pecho ocupa, de su amor herido.
 
La horrible parca que de ti me priva
la ansia no apagará con que él la adora,
que su llama en tu falta más se aviva
 
y acuerda al alma triste en cada hora
tu dulcísimo amor, tu fe sincera.
¡Ay, cuál padezco, y se me parte ahora!
 
La tierna débil voz, la voz postrera
que en tu labio sonó ya moribundo,
jamás podré olvidarla aunque yo muera.
 
¿Pues qué si el espectáculo profundo
se me presenta de tu muerte aciaga?
En un mar de mis lágrimas me inundo.
 
Deja, mi amor, que en ellas me deshaga,
y que en largos suspiros exhalado
mi espíritu a sus ansias satisfaga.
 
Paréceme mirarte en el cuitado
trance de la postrera despedida,
débil la voz, el rostro demudado,
 
del todo casi ya desfallecida,
fijos en mí con gesto lastimero
los ojos, y su luz oscurecida,
 
diciéndome: «Batilo, yo me muero»;
y al quererme abrazar aun débilmente,
en mi boca lanzando el ay postrero,
 
¡oh dolor!, ¡cuánto estabas diferente
de aquella que antes por tus gracias fuiste
el milagro de amor más reverente!
 
¡Oh, no me aflijas más, memoria triste!
Deja, deja acabarme en mi amargura;
yo iré presto, mi bien, do tú subiste.
 
Mi fe, mi firme fe te lo asegura;
no puedo ya vivir de ti apartado,
que el ansia de te ver mi vida apura.
 
Entonces, de temores sosegado,
en lazo ardiente, casto, verdadero,
por siempre a ti me gozaré ayuntado.
 
¡Ay!, ¿qué en la tierra, miserable, espero?
¡Muerte cruel, tan pronta con mi amada,
en mí ejecuta, en mí, tu golpe fiero!
 
Arráncame esta vida quebrantada,
llévame con mi Filis al sosiego
de que el ánima está necesitada.
 
Muévante, oh cruda, mi infelice ruego,
la vida que aquí paso dolorosa,
y el largo llanto con que el campo riego.
 
No pienses, no, mostrarte rigurosa,
mi pecho hiriendo en ansias abismado,
que antes serás en tu rigor piadosa,
 
pues yo de alivio ya desesperado,
ni curo tener cuenta con mi vida,
ni un breve alivio a mi infeliz cuidado.
 
Mis lágrimas son siempre sin medida,
y en los suspiros con que canso al cielo
el alma se me arranca dolorida.
 
Ni para alimentarme hallo consuelo,
ni es otra mi bebida que mi llanto,
ni del sueño me alivia el vago vuelo;
 
pues cuando al fin, rendido en mi quebranto,
entre sus blandas alas me adormece,
despavorido al punto me levanto;
 
que mil sombras tristísimas me ofrece,
tendiendo yo la mano arrebatado
al bien que niebla vana desparece.
 
Tal es de mi vivir el triste estado,
huyendo en torva faz siempre las gentes,
y de ellas por sin seso baldonado.
 
Sólo en mis ovejillas inocentes
compasión halla mi amoroso anhelo,
si es que cabe en mis ansias inclementes.
 
Ellas solas me siguen en mi duelo;
y en torno rodeándome apiñadas,
doblan con su balar mi desconsuelo.
 
Las que tuve a mi Filis destinadas,
todas, sin quedar una, han fenecido.
¡Ay corderas, cual ella desgraciadas!
 
A las otras el prado florecido
jamás mueve a pacer, aunque acabando
las miro con tristísimo balido.
 
Aquí las tiernas crías van quedando,
las madres allí caen sin aliento,
todas, en cuanto mueren, suspirando,
 
mientras Melampo, fiel, su sentimiento
me muestra lastimado en ronco aullido,
los pies me lame y me contempla atento,
 
o ya el camino corre conocido
que a la majada de mi Filis guía,
torna, se para, y cae sin sentido.
 
Su compasión enciende el alma mía.
¡Oh!, fenezca esta vida desastrada,
que de ir a acompañarte me desvía.
 
¡Oh mi bien!, ¡mis amores! ¡Oh eclipsada
lumbre de estos mis ojos!, ¡mi consuelo!,
¡rosa en abril florido marchitada!,
 
llévame donde estás con presto vuelo;
acabe, acabe mi mortal quebranto,
y allá te abrace en el sereno cielo.
 
Pídeselo con ruego y tierno llanto
a Aquel que inmóvil ve desde su altura
mi firme amor y mi deseo santo.
 
Entonces sí que, libre de amargura,
mi alegre suerte con la tuya uniendo,
gozaré el lleno bien que acá me apura.
 
Entonces sí que el alma, en ti viviendo,
se adormirá feliz en paz gloriosa,
sus finas ansias coronadas viendo;
 
y con habla dulcísima y sabrosa
conversando contigo mano a mano,
podrá llamarse sin temor dichosa.
 
¿Qué?, ¿no te mueve mi dolor insano?
¿De tu Batilo, Filis, ya te olvidas?
¿Su voz desdeñas?, ¿su clamar es vano?
 
¿Dó están las voluntades tan unidas?,
¿dó están...? Mas no se cuida allá en el cielo
de las cosas viviendo prometidas;
 
y ya en paz alma, roto el mortal velo,
de un infeliz en su dolor perdido
tú las ansias no ves ni el desconsuelo,
 
mientras sobre tu losa aquí tendido
yo besándola estoy sin apartarme,
ni temblar, ¡ay!, el mísero gemido,
 
hasta que mi dolor llegue a acabarme,
y suba en vuelo alegre arrebatado
donde pueda por siempre a ti juntarme
y gozar tu semblante regalado.
Otras obras de Juan Meléndez Valdés...



Top