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La caída de los antivalores

Mas la historia ha ceñido la afrenta que hicieron
y aunque han pasado cinco siglos la herida sangra.
El indígena, el negro, el mestizo, el indio
reclaman su sangre, sus mujeres, sus hijos vanos.

Hubo un día que erigir estatuas a los opresores
era lo común de los oprimidos; el culto de sus figuras
sembró de piedras y bronce las bellas ciudades
que se alzaron en medio de los caídos.
 
Han pasado varios siglos y años de ignominia
pero la sangre de los inocentes sigue clamando justicia.
La tierra y los mares devuelven a sus muertos
señalando a los culpables que exterminaron sus vidas.
 
Sus figuras señeras de mármol y piedras de cuevas
de acabado imperecedero fueron moldeadas
por manos artísticas que resaltaron su gallardía
mas escondieron su horror interior y cobardía.
 
Nunca fueron héroes ni benefactores
sus espíritus de hiena regaron odio y dolores
en las tierras que conquistaron a pulso de dádivas
y rezos a un Dios, que sus víctimas desconocían.
 
La cruz y el Cristo crucificado
fueron los artífices ideales para cambiar
sus riquezas y la inocencia de sus vírgenes
por cadenas y prisiones.
 
Hoy miles de años después la ignominia
les arrebata el pedestal en que los inicuos lo alzaron.
Dijeron que eran los salvadores, pero todo era pantomima
sus cuerpos de bronce, piedra, cal, mármol
son los sarcófagos de sus espíritus vacuos de compasión.
 
Trajeron pestes, opresión, esclavitud, servidumbre;
saquearon las riquezas de metales preciosos
y dijeron que eran los libertadores de un yugo de hambre
que jamás habían conocido en sus días gloriosos.
 
Eran los hombres de Europa, la cuna del conocimiento
llegaron ceñidos con espadas y montados en corceles veloces
acompañados de hombres de toga con espíritu de advenimiento
en naves nunca vistas aladas por los vientos de los mares.
 
Tenían aires de señores, vestían finas prendas
magnificaban sus bustos con corazas de metales
y largas espadas que las blandían como hojas de maíz;
calzaban altas botas que las golpeaban en el suelo hasta su raíz.
 
Eran hombres rudos de mar
buscaban nuevas rutas de mercados
y dieron con los desconocidos
indígenas de tierras y montañas colosales.
 
Mas la historia ha ceñido la afrenta que hicieron
y aunque han pasado cinco siglos la herida sangra.
El indígena, el negro, el mestizo, el indio
reclaman su sangre, sus mujeres, sus hijos vanos.
 
Por eso no dejaran en las ciudades
piedra sobre piedra de sus cabezas
y borraran todo vestigio de sus nombres
todo sabor y olor que huela a conquista.
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