Es pálido mi sol en mitad de la tarde
como pálido fuera en mi media mañana.
Pasiva es su lumbre, son pálidas su brasas;
no se sabe si un día o si toda semana.
Pacífico, lejano, distante, pero aún
magnánimo y presente. Perdido en tus distancias
—y el mar, el mar el mar... Vaivén irresoluble
que arrastra en sus errancias este aire sin fragancias.
De babor a vastedad y estribor a horizonte,
Pacífico, mis ojos, hasta donde te alcanzan
y un trozo de tierra - y el mar, el mar, el mar...
depositado al margen de este abismo, descansa.
Pacífico, indómito, prisión indefinida,
tesoro mal venido, cadena involuntaria
¿de qué sirven mis manos y de qué mis entrañas
si me muero de sed habiendo tanta agua?
Este aire sin fragancias– y el mar, el mar, el mar...
insúflame, abrúmame, ¡no puedo respirar!
¡No sé dónde empezar! Tan pleno, abundante,
generoso, distante, no puedo respirar...
De babor a vastedad y estribor a horizonte,
cubierta de mi nave, pétrea catedral:
pasillo silencioso, columna inmaculada,
insignia desgarrada, pecado capital.
Más fácil en mis hombros levar esta, mi ancla,
que alzándome en la cúspide gritar al viento: ¡Tierra!
Que al verla en la distancia y no sentir fragancia
que arrastre aquellas velas, el corazón se cierra.
Y más fácil sería, Pacífico, hundirse:
anclarse en tus laderas ¡volver a respirar!
la paz que no se acaba, la fragancia duradera
—Y el mar, el mar, el mar, el mar, el mar, el mar y el mar...