Sábado, la cuna de mis dolores,
pintaste de fatídicos colores
del mes segundo, su día tercero;
por culpa de malignos malhechores
nuestra tierra es un campo de horrores
y los inocentes sufren primero.
Fueron cinco las lumbres tenebrosas
en remotas quebradas escabrosas
que al viento regalaron nuestra suerte;
las brasas nos llovieron dolorosas
y las llamas se alzaron prodigiosas
y los vientos soplaron nuestra muerte.
“¡Viene fuego!” gritaban nuestras voces
rendidas a los miedos más atroces,
antes nada nos logró prevenir;
y en cambio a su merced nos reconoce
el fuego, con sus llamas más feroces:
verdugos que nos quieren ver sufrir.
¡Que corran mis amigos y mi gente!
¡Papá, mamá, corramos, es urgente!
¡El fuego ya se aferra a nuestro techo;
¡el aire que respiro está caliente!
¡mis ojos arden infinitamente!
¡me duele mi pulmón, me duele el pecho!
Perdonen mis ancianos, mis heridos,
mis lentos, desmayados, confundidos
y todos los que no pueden correr;
perdonen que aunque yo haya querido
ayudarles, salvarles no he podido
¡perdonen, no me pude detener!
Y escúcheme la muerte: ¡Sé piadosa,
no tortures ni seas tormentosa
con quienes no alcanzaron a correr!;
y concédete, muerte, presurosa
a aquellos que de forma valerosa,
por salvarme a mí, viste perecer.
¿Dónde están mis padres y mis amigos
y dónde los que crecieron conmigo,
y dónde se fue todo lo importante?;
¿por qué culpa merezco este castigo
y por qué ya no puedo estar contigo?...
¡Todo se desvaneció en un instante!
Es hora de llorar y de gritar
y a todos nuestros muertos, lamentar;
¡haremos la más triste de las misas!:
para quienes ya no pueden hablar
ni amar, ni sonreír y en su lugar
son polvo sepultado en la ceniza.