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Kant

Del fondo de la mucosa le llega el verde a la mezcla con los colores de la bandera de Italia que tiene en la boca; el blanco se lo dio la espuma del dentífrico barato, y el rojo la sangre de las encías inflamadas. Con curiosidad, y un poco de malicia, imagina: ¿Qué es lo peor que puede pasar si lo larga desde el balcón, a cuatro pisos del suelo? Quizá cae en la cabeza de una vieja, o en el parabrisas de un taxi, o en el café de algún descuidado que no le haya puesto la tapa al vaso. Cualquier resultado va a ser gracioso; así que suelta el impulsivo mejunje sin prever las, seguramente insignificantes, consecuencias. La bandera italiana ondea en el aire, se arruga, se abre, y queda estampada en la vereda. Esperaba un desenlace menos mediocre; desilusionado, se enjuaga, termina de cambiarse y sale. El ascensor no funciona, va a tener que bajar por las escaleras. Tres escalones y ¡agh!, para qué carajo paga las expensas si no limpian. Ha pisado algo verde y viscoso.
—Adiós.
—Adiós, tenga un buen día.
La brisa le trae un suave rocío que lo deja empapado ¿Llovizna? No, si no hay nubes. Busca, en una ojeada ágil, y lo que encuentra le da bronca y después asco: dos pendejos jugando a quién escupe más lejos desde un balcón. No va a dejar que este episodio húmedo le arruine el día, podría haber sido peor. En la esquina se escucha un chirrido y, a continuación, interminables impactos en cadena.
—No sabés manejar, mirá cómo me dejaste todo el paragolpes, ¡pelotuda!
Bajan todos de sus autos, empiezan discusiones interminables.
—Bueno... calmate. Justo me cayó esta cosa pegajosa en el parabrisas, y no podía ver nada... disculpame.
—Ustedes las minas son todas iguales, no saben manejar y cuando se mandan una cagada se hacen las víctimas.
—¡Sos un irrespetuoso!
La mujer escupe y baña la cara del paragolpes enojado, que responde de la misma manera y agrega un insulto. Le da risa; pero qué feo, cada vez estamos peor, ¿no tiene vergüenza esta gente? Sigue caminando como si no hubiera pasado nada, no le gusta comprometerse en causas ajenas y no quiere llegar tarde. La gente mira la pelea y no interviene; hasta que otra mujer, conmovida por lo que acaba de ver e indignada por la impotencia que le dan los hombres prepotentes, escupe también.
—¡Y a usted qué le hice! ¡Vieja asquerosa de mierda!
—¡Asqueroso usted, así no se trata a una dama!
—¡No te metas, vieja! ¡Es problema de ellos!
Se forman dos bandos y empiezan una guerra. Los proyectiles impregnan a los espectadores que, como en un reflejo involuntario, reaccionan según la ley del talión. De los edificios se asoman curiosos que descuelgan esputos de todos los colores y consistencias. Se suma más y más gente, las calles se inundan. Hasta el cuello de saliva, siguen escupiendo. Una ola gigante de baba tapa todas las cabezas. En las casas bien, en las casas de familia, las mujeres escupen a los maridos, y los hijos a las madres; en los trabajos, los empleados escupen a sus jefes; en las escuelas, los alumnos se escupen entre sí y escupen a sus profesores. Todo el que tiene boca escupe, escupe, escupe, y el mundo es un gargajo en la oscura garganta del universo.

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