Estaba yo en la máquina de café de la calle Libreros, cerca del bar la Latina, cuando veo que dos fachas (una mujer de unos 67 años y un chaval de unos 30) se me quedan mirando la chaqueta antifascista que llevo. Seguramente estaban cotilleando lo que había escrito en ella. A mí ese hecho no me sentó nada bien porque me daba la sensación de que eran dos fachas cojonudos a los que le habían molestado ver aquella chaqueta tan contraria a sus ideas, y por ello, ni corta ni perezosa, antes de coger el café, me giré, me acerqué a la puerta y les grité con fuerza y actitud chulesca: “esperad que me pongo aquí para que me la veáis bien. Pero bien.” Ellos aligeraron el paso asustados... olía su miedo como un sabueso huele el miedo de un canifobo. Su miedo me estimulaba, y cuanto más miedo y susto me transmitían sus pasos apresurados, más ganas de devorarlos tenía, más ganas de increparlos sentía. Y así lo hice. Salí de la máquina de café y les grité desde lejos: “a ver cómo les miran (refiriéndome a los chavales que había a la puerta de la biblioteca). Pues mal, cómo van a mirar (dando a entender que los fachas es lo único que saben hacer: mirar mal a la gente que no son de su calaña)”. Había dos antifas al lado de la máquina de café. Uno de ellos me miraba sorprendido. Sentía su mirada analítica. No sé que pensaría. Quizás que estaba pirada. El otro miraba para abajo como pasando del tema, indiferente. Cogí mi café y me dispuse a seguir con mi periplo en busca de fachas malnacidos.