Caminando bajo la lluviosa tarde por la hermosa y amplia calle dorada de la Rúa salmantina frente al hostal Emperatriz, tropiezo con un vómito multicolor (rosa, sobre todo, rosa, rojo y amarillo) concentrado en el centro y desperdigado en los extremos, bajo una papelera. Y me digo que qué mala puntería tuvo el autor de semejante obra de arte pintada en el suelo, aunque quizás la cabeza no le cabía en la pequeña abertura de la papelera y el único lugar disponible para plasmar su pintura fue en los adoquines. No obstante, agradezco su falta de cuidado porque gracias a esta señal me di cuenta de lo que pasaba... miro casi instintivamente a mi derecha y veo a un ser agazapado en una esquina, de pie, con la cabeza apoyada en la pared como sosteniendo una pena y con los ojos cerrados, zozobrando en sus recuerdos. En ese instante, no asocio la pota al hombre. Solo pienso con curiosidad cuál será el motivo de su desdicha. Me acerco despacio, poso mi mano en su hombro lentamente y con cuidado, y le pregunto con preocupación, pero sin perder la calma: “perdona, estás bien?” el muchacho abre los ojos despacio y casi como desorientado y asombrado por la pregunta inesperada me responde: “sí, estoy bien” me di cuenta de que en sus ojos hizo acto de presencia la pena mezclada con venas rojas producto de la embriaguez. La pota era suya. Bien es cierto que su ojo derecho mostraba más venas rojas que el izquierdo. Miraba como perdido, como fuera de sí. La borrachera le tambaleaba. Quizás apuros económicos, peut être un mal de amores, a lo mejor es que simplemente era un adicto a la bebida. Pero no hay adiciones que no escondan una verdad mucho mayor. Alguna pesadumbre interior provocaba ese estado de embriaguez, algo que le martirizaba por dentro le hacía acudir a la bebida, algo de lo que solo escapaba-o eso pensaba él– con unas cuantas copas de alcohol. Al menos mitigaba, aunque sólo fuera temporalmente, su dolor. No sé que sería de él... seguramente acabaría tirado en la cama de su habitación, en algún banco viejo y desgastado de la ciudad o vagabundeando por la calle buscando algún amigo desaparecido al que contar sus penas. No lo sé. No lo quiero pensar. Es mejor no pensarlo. Duele pensarlo.