“Procede así: mediante una hipótesis, trata de hacer coherentes un conjunto enigmático de hechos: (un guante ensangrentado, un cadáver, una impresión digital, un cigarrillo a medio fumar, una sonrisa); esa hipótesis debe explicar el crimen mediante los hechos restantes, del mismo modo como un físico explica el estallido de una estrella merced a las presiones, temperaturas y masas. Ese ejercicio es estrictamente racional y aseado. Como corresponde a un temperamento platónico, el caballero Auguste Dupin no es propenso a andar por los tejados, ni a disfrazarse, ni a manejar el revólver...”

Sus últimas palabras, o eso se pensaba. A punto de quemarse en la hoguera, o de colgarse en la plaza, Auguste Dupin declamaba sus últimas palabras. Comenzó diciendo que el tiempo no le alcanzaba, por poco que hubiese sido su tiempo de vida, este no le alcanzaba. Prosiguió a describir todas las cosas para las cuales su tiempo no era suficiente: pintar, dibujar, colorear, trazar, sobreponer, anteponer, retratar, admirar, mirar... Le hacía falta una vida de arte, de blancos lienzos propensos a volverse negros. Su esposa le acentuaba: ¡Auguste, no pierdas la calma!

Dupin sabía que la calma era lo último en su pensar, que el malestar había sido tan apaciguante que desde entonces había estado buscando una forma de muerte que trascendiera su asintomática esencia de buitre. El buitre, el mismo ojo del Viejo, le recordaba una vida pasada donde había confesado. El ahora buitre de Dupin presionaría a su amada a que se acercara a su cama: la realidad no era ajena, éste estaba sollozando la agonía por despedirse de su amada. El tiempo no le alcanzaba... amar le había hecho falta.