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Invasores

El viernes a las cinco a.m. varios individuos
cayeron en cuenta
de que se había suspendido
la ley de la causalidad.
Divisaron al manzano soltar sus frutos,
mas los vieron caer
distraídos,
como copos de nieve.
Sintieron que aunque el viento soplaba furiosamente,
el polvo del camino permanecía impávido,
terco, indiferente, inmóvil.
Las azalias y los tulipanes
crecieron hacia abajo
convirtiendo en cajas fuertes a sus tallos.
En un descuido de lo imposible,
un gato pudo alcanzar su cola.
En un lejano gabinete
un hombre empeñoso
le halló la cuadratura al círculo
y se puso a inflar pequeños globos
para jugar a los dados.
No pocos advirtieron
la indecisión de una llovizna
al quedarse dos horas sin caer a la tierra
aproximadamente a dos metros del piso. 15
A las doce a.m. muchos se dieron cuenta
que una causa provocaba efectos sorprendentes.
Un carpintero tomó el metro para ir a su trabajo
y se bajó en su adolescencia.
Los perros crecían a cada ladrido
y decrecían al moverse:
perros ya de la estatura de un mastodonte
volvían a su primitivo tamaño al caminar
silenciosamente.
Y perros andariegos
que iban en pos de los cuatro huesos cardinales,
acababan por desaparecer.
Un alambrista pudo deambular en torno del alambre
con sólo un cosquilleo de temor
en los zapatos, mientras la ley de gravedad
gemía,
derrotada,
en un bote de basura.
A las seis p.m. multitudes completas advirtieron
la enorme sucesión de efectos sin causa.
Una muchacha
orgullosa de sus senos como la que más
al quitarse el brassier
comprobó que escondía en su pecho
dos rompecabezas de hijos.
Un asesino enterraba 16
sólo palabras dulces en su víctima.
En Nueva York, en Moscú y en la ciudad de México
hubo una lentísima invasión de cocodrilos.
Los poetas cambiaban de estilo literario
cada vez que tosían.
Todos los individuos de raza negra
regados por el mundo
vomitaron al iniciarse la noche.
Un profesor de matemáticas que caminaba
tranquilamente por la calle
se detuvo de pronto
asustado por el crecimiento de sus testículos
hasta que, reventando,
salpicaron de números las paredes.
Una mujer, tras de acariciar un gato,
se quedó con una mano ronroneante
y deseos de jugar al ajedrez
con el hombre más triste del mundo.
Dos ejércitos en lucha
suspendieron la refriega
y cada soldado se puso a masturbarse.
A las doce p.m. todos supieron que el mundo
desde aquella madrugada
había sido conquistado
por seres innombrables,
y que después de varias pláticas,
negociaciones, 17
portazos,
sonrisas
y esclarecimientos
se enteraron de que los colonizadores provenían
de un mundo lejano,
perdido en algún suburbio cósmico,
donde había logrado la imaginación
tomar el poder
por vez primera.

(1990)

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