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Metafísica urbana

Llegué, como todas las mañanas, todos los días, a la pinche terminal de los
autobuses para comenzar mi recorrido, mi chamba de  un día sí y otro
también. Agarré con las manos entumecidas el volante desde las cinco o antes
o eso parecía por la oscuridad.
Calenté el motor y salí como alma que lleva el diablo. Dentro de un rato el
pasaje ojete va a llenar el camión. Y tengo que manejar y cobrar y cobrar y
manejar. Dentro de un rato, maldita sea, esta nave va a ir atiborrada de gente
como un mitin ambulante. No voy a poder respirar. Me puse a pensar en una
bufanda. De esas calientitas de colores chillantes. Palabra que vendería mi alma
por una bufanda. Nadie en la esquina. Disminuí la velocidad. Si al menos el café
con leche no hubiera estado frío, pero la canija Chole siempre a destiempo, sin
atenderlo a uno. Di vuelta a la derecha. Aplasté el acelerador. En la esquina no
me esperaba ni un alma. Empecé a canturrear. Privilegio de la soledad es
hacerle un rato al Jorge Negrete, al Pedro Infante, al Javier Solís. Atravesé no sé
cuántas cuadras sin que un solo pasajero me hiciera la parada. A eso de las
5.15 la cosa me empezó a llamar la atención. ¿Qué mosca le picó al pasaje?
¿A todo mundo se le pegaron las sábanas? Me puse a caminar lentamente, casi
a vuelta de rueda, y a pensar en el regaño de mi viejo, y darme de nuevo
coraje porque se entromete en mis cosas y qué carajos le importa que yo me
pase hablando muchas horas con la vecina. A lo lejos, a la mitad de la avenida,
se distinguía el punto. Era un punto que movía la cola y caminaba distraídamente.
Bajé la velocidad. Pisé el freno suavemente. El punto fue engordando, por
uno de sus poros soltó un ladrido y le pude ver los ojos azorados y
suicidas. Frené violentamente. El perro salió hecho una estampida dejando
a sus espaldas el espectro de su espanto. Me detuve en la esquina con la
doble intención de reponerme del susto y de esperar al pasaje. Pero nadie se
acercaba a mi jet. Ya había gente en la calle. Ya un periodiquero le estaba
salpicando los canes a una criada tempranera que iba al pan. Ya unos niños,
con las narices rojas, marchaban en fila india hacia la escuela. Un hombre,
trasnochado, cargaba con dificultad su máscara de alcohol, culpa y
ojeras. Después de esperar uno o dos minutos en la  esquina, apachurré el
acelerador. Y sentí que algo raro pasaba ese día. Todo parecía igual. El sol, en
el horizonte, haciendo de las suyas. Los coches a mi lado, ruidosos, tensos y
agresivos como siempre. Una poca de gente yendo y viniendo igual,
exactamente igual que todos los días. La rutina como pan nuestro. Todo parecía
lo mismo, pero, el que nadie subiera al camión, el  que después de tantas
cuadras de la terminal, siguiera mi poderoso vacío, me pareció raro. Es algo 74
que sucede, me dije. Dejé de pensar en ello. Carajo, la vecina está corno quiere.
Qué padre ayer en la noche. Voy a volver a pensar todo, con detalle, como si
alguien me lo contara. Subí por la escalera. Desde el techo de mi casa vi su
ventana. La vi llegar. Se estuvo peinando o arreglando el pelo. Se desvistió
despacito. Qué chulas piernas. Y las chichis. Nunca hubiera imaginado lo
grandes, blancotas y duras que están. La canija apagó entonces la luz. Mi
máquina, vacía, iba corriendo al par de un delfín atestado ya de pasajeros. El
contraste me hizo recapacitar en que algo pasaba. Consulté el regalo de
cumpleaños de mi padre. Llevaba media hora de recorrido y nada. La cabeza
me empezó a dar vueltas.
En las sienes sentí el pulso de las arterias. El que un camión, a la cuarta
parte de su travesía, fuera vacío, me empezó a parecer escandaloso. Era como
si un día amaneciera el Defe sin su catedral.
Imagínate que te despiertas temprano. Te bajas en la parada del zócalo,
buscas el reloj de la catedral y anda vete de catedral. O es como si empezara a
llover jugo de naranja y todas las señoras sacaran su vaso por la ventana al
acercarse el desayuno. O es como si el presidente de la República amaneciera
sin el dedo que da el dedazo. Mi imaginación, mis comparaciones me distrajeron
y hasta me hicieron reír un poco. Pero cuando volví a la realidad, cuando caí en
cuenta de lo extraño y absurdo que resultaba ir al  volante de un «camión
vacío» me volvió a sofocar la angustia. Afortunadamente un hombre en la
esquina me hizo una «parada».
Todo volvió a serenarse. La normalidad ordenó nuevamente las cosas. La
catedral volvió a su sitio. El jugo de naranja fue ordeñado otra vez en sus tetas
naturales. El presidente de la República pudo con satisfacción contar en su
mano cinco dedos. En la esquina estaba un hombre, con el brazo levantado, con
un gesto tan seguro, tan tranquilizador, tan definitivo, que probablemente hasta
las ráfagas del viento pensarían en detenerse. Yo aplasté el freno como quien
aplasta el gusano de una velocidad enferma, de un movimiento repulsivo. Me
acerqué lentamente a mi futuro pasajero. Se diría que mi nave empezó a
coquetear con él. A abrirle los brazos. El sereno, seguro de sí mismo, con
gestos de gran resolución, subió el primer escalón de mi máquina. Pero en ese
momento una mujer, que venía corriendo hacia nosotros, gritó: ¡Rodolfo,
Rodolfo! Bájate, quiero decirte una cosa. ¡Rodolfo! por lo que más quieras...
Mi pasajero se bajó precipitadamente y se dirigió hacia la mujer. Yo, confundido,
no pude menos que acelerar. Y acelerar con mi camión vacío. Y cuadras y
cuadras se me vinieron encima. Y fui devorando poco a poco mi ruta. Entré al
centro y a las calles más populosas y transitadas. En las banquetas deambulaban,
de un lado y otro, multitud de peatones. En las calles los autos, las camionetas
y los autobuses se pisaban los talones, se gruñían, se lanzaban tarascadas. Todos 75
iban repletos, colmados, estallando gente. Pero yo, mi nave, mi instrumento de
trabajo, íbamos, continuábamos yendo, vacíos, terrible, incomprensible,
absurdamente vacíos, como si se tratara de un camión apestado. Unas
mujeres estaban en la próxima esquina. Respiré un instante. Pero empezaron a
caminar hacia una calle que no estaba en mi itinerario. Las seguí una cuadra,
dos... Me acerqué a ellas. Las invité a subir. «Las llevo a donde quieran», les dije
lleno de esperanzas. Pero ellas se encabronaron. «Es el colmo, gruñó una, ahora
hasta nos siguen los choferes con todo y autobuses». Volví, cabizbajo, a mi ruta.
Sentía mareos, con la frente encendida y las manos empapadas. Dos horas, tres.
Es imposible. ¿Qué pasa? Virgencita de Guadalupe: haz que en la próxima
esquina se suba alguien, aunque sea una sola persona. Haz que vuelva lo
cotidiano, lo normal, lo conocido. ¿Por qué nadie sube? ¿Por qué nadie me
reintegra lo habitual? Y preso de ansiedades, como  un mártir flechado de
preguntas, divisé a la distancia, con los brazos abiertos del buen puerto, por fin
mi terminal.

(2008)

#EscritoresMexicanos El De me pertenece poco un viento

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