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El señor que vende las manzanas

El señor que vende las manzanas, hoy iba paseándose con un largo palo que le sirve de estante durante todo su cansado viaje. Quizá no recordaba que hoy nadie sale de casa, o quizá, sabe muy bien que va a ser cuando más deseen los dulces niños, sus dulces frutas hechas de cariños.
Anda de calle en calle, de colonia en colonia, de paso en paso, de manzana en manzana, de risa en risa, de moneda en moneda. Parece inacabable, hasta cierto punto, incomparable. El canto de los juegos de los pequeños, es para él una campanilla que le llama a acercarse.

Es fiel compañero de claro cielo, pero hoy, que paso a lento vuelo, me doy cuenta que, de las tormentas, es también audaz caballero. Se iba cubriendo con lo poco –o lo mucho– que tenía. No llevaba, sin embargo, sobre sus hombros que cargaban a las golosinas, ningún tipo de prisa.
Tal vez, para él, el tiempo ya dejó de pasar. No sé, quizá ya no son segundos los que, aquél viejo hombre, sigue contando, sino manzanas de caramelo, envueltas, como si fueran regalos. Yo creo que él ya no sabe cuándo está perdido, pero siempre, el camino de sus clientes de antaño o los viejos árboles, en primavera, acampanados, le indican el regreso a su morada. Ya no creo que llegue cansado, y tristemente, sí creo que pueda estar enamorado. ¡Qué maldición sería aquella la de vender los posibles obsequios que él, en sus años dorados, no se habría atrevido a entregar, cuando tuvo la oportunidad!

Sin embargo, no se le ve tristeza alguna. No se le ve pesar en la, casi doblada, columna. Más gastado se ve aquel viejo palo, que su arritmado y breve paso. No se le ven arrugas de desconsuelo, pero sí muchas de trabajo. No se le ven más deseos reprimidos, metas en la vida, ni esperanzas en lo incierto; es más de convicción, de esfuerzo entregado, de buenos caminos andados.

Ve al día tras día convertirse en una paleta de óleo diversa, y sus manzanas, crujientes, ricas, graves, casi esponjosas, dulces, guardan entre sus orillas un poco de los matices de todas las tierras aquellas. ¡Cuánto valor y qué tan poco precio tienen las manzanas de aquél viejo y entregado señor!

Ya no sonríe más al entregar su mercancía; a penas, de su colgado cuello sale un agradecimiento ahogado que se esfuma al borde de un abrigador dulzor embriagado.
¿Cuántos sueños desperdiciados le echas al azúcar de cada una de tus frutas, oh, señor de de vientre plano, de temple derrotado, de saliva seca y de cansado andamio?
¿Cuántos versos para su, ya fallecida, esposa has guardado en cada uno de los palos que se clavan en el corazón de tus manzanas, que en realidad, es tu alma?
¿Por qué sigues andando?
¿Por qué no has, ya hace tiempo, flanqueado de eterna rutina aguantar sin o con agrado?

No sé qué le siga manteniendo, al señor que vende las manzanas, la esperanza de seguir subastado a pequeñas dosis, el poco tiempo que le queda, pero, sin duda, también a su edad, quisiera en mi camino, encontrarlo...

Publicado originalmente en www.sermentegrande.blogspot.mx

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