La mañana volvía entre penumbras
y rostros, bajo el dulce asomar de las caléndulas;
el tiempo no marchaba, puesto que Cronos mismo
ritmaba el aleteo urdiente de su caminar.
La niña removió el cerrojo del instante,
majestuosa y radiante.
Seguían su aleteo
una luz y una mano, divinas e invisibles.
Ataviadas, y al canto, volaron las abejas
—la razón de su vuelo fue coronarla allí—;
intocada y salvada de la avalancha dadora,
resurgiste y volaste por la gracia del dios.