Las huellas que no borra el tiempo
Llegaste con palabras dulces
como miel de abril,
me dibujaste un cielo
donde solo existíamos tú y yo.
Quitaste con tus manos
las telarañas de mis ojos,
me mostraste el sol
y me enseñaste a nombrar
las cosas que duelen
sin miedo a la tormenta.
Pero cuando viste mis grietas,
mis noches sin luna,
las cicatrices que guardo
como mapas viejos,
te fuiste sin hacer ruido,
dejando la puerta abierta
para que entrara el frío.
¿Por qué jugaste a ser fuego
si eras solo humo?
¿Por qué me diste llaves
de un país imaginario?
Hoy mi cama es un barco
navegando en preguntas,
mi almohada guarda
las respuestas que nunca llegaron.
Me dejaste descalza
en un invierno eterno,
con los recuerdos rotos
como cristal en la alfombra.
Y aunque intento juntarlos,
cada pieza me corta
y sangran las mismas dudas:
Perverso, si no ibas a quedarte,
¿por qué me desnudaste el alma?
Ahora aprendo a caminar
sobre tus promesas oxidadas,
reconstruyo mi nombre
con las sílabas que salvaste.
Y en el espejo, una mujer
—mitad cicatriz, mitad aurora—
susurra que la tristeza
también puede ser semilla.
Tus pasos se borraron,
pero en mi piel crecen flores
regadas con lágrimas.
Alguien nuevo nace aquí,
llevando tu ausencia
como un relámpago lejano
que anuncia que la tierra,
después de tanta lluvia,
vuelve a oler a primavera.
—Luis Barreda/LAB