Visibilidad del Alma
A cierta edad, la piel se vuelve mapa
de huellas que el tiempo no borra.
Dicen que la luz se apaga
cuando el cuerpo se transforma en sombra,
pero yo encuentro en mis arrugas
el eco de un mar que canta.
Ya no soy princesa de torre fría,
ni dragón guardián de mentiras.
Mi reino es este pecho que respira,
libre de espadas y profecías.
Me basta ser raíz, no flor cortada:
en mi suelo crece la savia del alma.
Aprendí que el amor no es rescate,
sino un puente entre dos orillas.
Que dar sin hambre es caminar liviana,
y recibir sin miedo, cosechar vida.
Mis manos ya no temblaron al soltar
las alas que otros quisieron recortar.
Me miro al espejo y no juzgo
la curva que el viento dibujó en mis huesos.
Celebro la cicatriz, el pelo cano,
la risa que estalla sin permiso.
Soy tempestad y calma, barro y estrella,
un verso imperfecto que el viento lleva.
No persigo sueños como mariposas,
ahora siembro en el huerto de la paciencia.
El mar llega y se va, besa la arena,
y yo aprendo a soltar con elegancia.
En cada adiós, guardo un “hasta pronto”,
porque el camino se teje de encuentros.
Mis amigos, faros en la niebla,
me recuerdan que no hay puerto definitivo.
El viento me abraza cuando camino,
y aunque a veces la tristeza me visita,
sé que la lluvia limpia el polvo del alma
para que vuelva a brillar la mañana.
No soy invisible.
Dios (o el universo, o la luz sin nombre)
teje con hilos de aurora mi nombre.
Soy mujer que baila con sus fantasmas,
que besa el presente sin exigirle nada.
La vida es bella, no por lo que esconde,
sino porque aprendí a mirarla de frente.
Hoy soy dueña de mis lunas y abismos,
de las grietas donde crece la esperanza.
No pido permiso para ser entera,
ni disculpas por mi fuego o mis cenizas.
En cada arruga, en cada cicatriz,
late el verso sagrado de vivir.
—Luis Barreda/LAB