Ofrenda Nocturna
La noche tejía un manto de quietud,
la luna, cómplice pálida, sin voz,
mientras en su vigilia el hombre quedó,
al filo de un cristal, prisionero en su luz.
Ella, sin saberlo, danzaba con la oscuridad:
su falda cayó cual pétalo de azahar,
y el aire besó su espalda de marfil,
curva que el tiempo jamás pudo domar.
Los hombros, dos cumbres bajo el alba lunar,
desnudaron secretos que el silencio guardó;
su cabello, río de ébano sin fin,
tejió sombras donde el deseo naufragó.
La luna dibujó su cintura en el cristal,
arco de mitología y sal,
mientras sus manos, lentas como la marea,
deshojaron la tela, página trivial.
Era un poema sin letras ni razón:
su piel, versos de niebla y respiración;
los senos, colinas donde el rocío habita,
guardando ecos de un antiguo latir.
Él, mudo testigo de tanta perfección,
vio en su desnudez un mundo sin reloj:
era el mapa de un sueño que no tocó,
la geografía de lo que nunca será.
La noche cerró su ciclo con sigilo,
ella se esfumó tras el tul del candil.
Quedó la ventana, el hombre y su vacío,
y la luna, velando aquel instante sutil.
—Luis Barreda/LAB