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Mínimo discurso sobre el poeta, la palabra y la poesía

Discúlpenme,
si pueden y si quieren,
este discurso sumario,
acaso ingenuo, acaso pretencioso,
sobre el Poeta, la Palabra y la Poesía
—o, si lo prefieren,
sobre el vano prodigio que sería el Universo
si no contase con la angustia del hombre que lo mira.
Quizás sea el momento de decirles
francamente
lo que pienso sobre materia tan resbaladiza,
sin tomar, es un decir, las debidas precauciones.
 
En primer lugar no creo que nosotros los poetas
—los filósofos sonríen en la mesa vecina—,
pastoreando las Dudas como cabras en la noche,
hagamos otra cosa que mentir:
mentir para existir,
mentir para querer,
mentir para indagar,
mentir ¿para saber?
¿Alguna vez sabremos?,
¿alguna vez, en la madeja iridiscente de la mentira
—ah, maestro Eliseo Diego, háblenos, que usted ya sabe—
hallaremos el camino, o los caminos,
hacia esos distritos nocturnos de las cosas
que tanto nos intrigan?
La impostura, la treta, el maquillaje
son los instrumentos de nuestro menester
(oficio, para algunos, de vida paralela,
y, para otros, de hundirse hasta el alma en la que hay).
Véanlo, si no, cuando decimos
vendrá la muerte y tendrá tus ojos, o
tus otoños me arrullan en coro de quimeras obstinadas,
o la noche se puebla de muecas de locura,
y más: polvo serán, mas polvo enamorado.
Uno de nosotros,
por ser fiel a una nostalgia,
mintió de esta manera:
Por la hoja del caimito van dos colores trepando.
Y otro, para ser fiel a la norma del coraje,
grabó en nuestra memoria esta mentira:
¡La celeste zancada de los que caen siempre en la batalla!
Así queda demostrado que no es en absoluto aconsejable
que al pie de la letra se tomen,
como se dice,
ni versos ni poemas,
así sean odas bravas o breves madrigales.
Y es aberración aborrecible negarse a comprender
que el espíritu acosado invente una puerta de emergencia.
Débese tener presente, pues, que la poesía
es agua discursiva, oscura pradera, rosa melancólica,
carnívoro cuchillo, grano de trigo en el silencio,
guitarra del mesón de los caminos,
manotazo, águila audaz, guijarro,
mosca, miedo, mástil, horizonte, todo
menos un acta notarial,
por más que su destino sea,
al menos el que su índole prescribe,
dejar constancia permanente de no se sabe qué.
 
Y atención, toda la atención les ruego:
no caer en esa trampa de pensar que la Poesía
está en las cosas
como un bodoque de hulla en una mina,
como un pan en la despensa, como
una estrella hundida en el corazón de una bellota,
y de pensar que el Poeta,
escarbando en las cosas asistido de una espátula y un cirio,
la descubre y nos la pone entre las manos
neta,
nívea,
nítida,
unívoca,
inequívoca y fosforescente.
 
Amigos míos,
cómplices y parroquianos de mutuas soledades,
estoy en condiciones de afirmar rotundamente,
con el viejo búho Stéphane Mallarmé,
y siguiendo mis propias experiencias,
que la Poesía habita sólo en el idioma:
por más que a lo largo de mi vida lo intentara muchas veces
nunca logré
—el pauvre Lélian asimismo ha fracasado—
ni un solo romance sin palabras.
Poesía eres tú, Gustavo Adolfo,
en Sevilla y en Veruela
y muriéndote de sífilis en Claudio Coello 29,
y lo soy yo,
y no porque seamos ni musas ni modelos,
sino porque somos los que hablamos:
sin nosotros no hay mirada,
no hay asombro,
no hay desgarro,
no hay desvelo,
no habrá un alma para la montaña,
ni una traducción del cielo,
ni eternidad para la espiga,
ni una gramática para el misterio,
ni un horizonte cuadrado,
ni un oboe sumergido,
ni un antílope de evaporados pasos.
Sin nosotros y nuestros cómplices de siempre
no hubiera un verso respirando en este mundo,
y un verso, sólo un verso,
si es un verso, todo un verso,
es toda la Poesía.
 
La Poesía no mana del jardín, sino del jardinero,
y mana de mí, que descubro el jardín de otra manera,
que lo miro y no lo miro,
que lo nombro y no lo nombro,
que al llevarlo a mi lengua lo sumerjo en una luz y en una sombra
ue jamás le dieron y nunca le darán
ni la aurora más radiante ni la noche más sombría.
 
La Poesía es el verbo incandescente que la crea.
 
Digámoslo sin arrogancia,
más bien sobrecogidos,
y que Gustavo Adolfo, hermano mío, me perdone
desde todos los Olimpos que sin duda se merece:
podrá no haber poetas,
en cuyo caso tampoco habrá Poesía.

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