Conservo en una habitación
los recuerdos rotos
y las vasijas vacías.
También guardo ahí
a un hombre.
Mirarlo me encantaba,
pero haberlo imaginado
a mi gusto
y medida, fue
el principio de una hecatombe.
Diecisiete meses
bastaron para odiarnos
al final,
tanto como nos quisimos,
al principio.
Decidí guardarlo bajo llave
porque tuve la loca obsesión
de ser suya por el resto
de mis días.
Me estaba perdiendo
y ni siquiera
me lo estaba comiendo.
Solo lo observaba a lo lejos.
Le profería un cariño
con quejas y reclamos.
Pues no era lo que yo
andaba buscando,
pero tampoco quería soltarlo.
Por esa razón,
fui su cuerpo llenando
con recortes y reproches
de revistas o reportes
de noticias, que trajeran
albricias
inventadas,
creadas
y adoradas.
Al final solo tenía
un hombre cubierto de papel,
frágil,
endeble,
maleable,
rompible,
simple papel.
No cubría
de los vientos de la discordia.
Ni protegía
de la fría indiferencia.
Hasta que al fin
me hice a la idea,
de que no obtendría
lo que de su corazón
no nacía.
No era él,
era un hombre de papel
cubierto de todo lo que no era,
pero que siempre quise que fuera.
No existía.
Por eso decidí guardarlo
en la habitación del olvido,
como recordatorio de
mis propias carencias.
Dolía...
Pensar que había fracasado
en la elección de una
posible pareja.
Dolía...
lo que no fue y pudo ser.
Dolía...
verlo y observar
quién era en realidad.
Hoy en día
suelo visitar al hombre,
recordando siempre
que algo triste había
en ese abrazo de papel.